Siempre me han gustado las estaciones de ferrocarril, quizá porque cuando era pequeño algunas mañanas de domingo mis padres, ellos que tanto habían recorrido y tan poco viajado, me llevaban a la antigua estación de Atocha y allí nos sentábamos con un helado o unas pipas y veíamos el ir y venir de gentes y maletas. Y entonces dejaba volar mi imaginación pensando en lo que pensarían las personas que atestaban los andenes, en sus emociones, sus nostalgias y sus ilusiones. Y las juntaba con las mías, con el sueño de aquel niño que quería escapar, no sabiendo aún muy bien de qué, como tan bien contó hace años en una entrevista Joaquín Sabina: "Yo, de niño, siempre soñaba con escapar, y nunca en autobús: siempre en tren", y que parece, como las canciones cuando estamos tristes o enamorados, que lo dijo pensando en mí.

El ferrocarril y sus estaciones son siempre fuente de vida y de riqueza para cada una de las poblaciones por las que se detiene, porque lo importante, como en la vida, no es que pase el tren, sino que pare, que esa parada supone gente que va y viene y que trae y lleva y que de una u otra forma permanece, que, a fin de cuentas, es lo que importa, permanecer, pues, como escribió León Felipe, "no es lo que importa llegar solo ni pronto/sino con todos y a tiempo". Y las estaciones dan templanza, pese a su ajetreo, porque nos hacen sentirnos parte de cada uno de los que pasan y nos animan a subirnos al próximo tren, o a no desesperar durante la espera.

Por eso las estaciones que no han sucumbido a la modernidad, como la de Puebla de Sanabria, o la Cercedilla, a las que tanto debo, y que no se han trasformado en pequeñas salas de espera de aeropuertos, tan solos, fríos y tristes, tienen el aroma de las despedidas y de las esperas y por ello huelen al calor del abrazo dado con pretensiones de traspasar el cuerpo cuando se aleja y del de ya estás aquí en el regreso; el del beso acelerado e inquieto dado antes del último pitido que nos separará y del soñado tanta noches mientras aguardamos que descienda al andén la persona esperada; y así, las estaciones huelen a sueños y deseos.

En las estaciones no solo despedimos a personas, sino que con ellas parte un poco de nosotros en lo que vivimos juntos y también se va con ellas todo lo que no dijimos, lo que no hicimos porque creímos que el tiempo era eterno y que ahora nos pesa como una losa, y también todo lo que esperamos cuando regrese, juramentados en que a la vuelta ya no dejaremos nada atrás, que hemos aprendido que cada instante muere como las gotas de agua descendiendo por los cristales. Porque una despedida no es un adiós, sino un hasta pronto.

Y las estaciones también son espera, que no es un estado paciente dejado al arbitrio de los dioses, el destino, la fortuna, o cualesquiera excusas que nos ponemos para que parezca que nosotros no tenemos ni arte ni parte en nuestra vida. Esperar es creer que algo va a suceder, creer que se ha de conseguir lo que se desea y esa creencia supone un hacer todo lo posible para que así sea. Y en las estaciones hay mucha espera, mucho deseo de hacer realidad lo que en la ausencia se entretejió. Es verdad que la espera tiene mucho de incertidumbre, de que lo ansiado no sea tal y como lo soñamos cuando descienda del tren, que haya retrasos que prolonguen nuestra necesidad de reencuentro e incluso que, como en la tristísima canción de Serrat recreando el mito de Penélope, no reconozcamos a la persona esperada y sigamos sentados en la estación esperando eternamente.

Sin embargo, lo más angustioso de la espera no es esa incertidumbre, ni los retrasos, ni las ansias por el reencuentro, ni los desajustes entre lo tejido durante el tiempo de ausencia y la llegada al andén de quien esperamos, ni siquiera las cancelaciones de última hora. La tragedia de la espera, la que hace, como decía la Piriñaca de Jerez, que te sepa la boca a sangre, es no saber si a quien esperamos ha cogido el tren.

Ahora que hace mucho que dejé de ser aquel niño acompañado de sus padres en la antigua estación de Atocha sigo sintiendo una atracción especial por las viejas estaciones de tren, quizás porque he viajado mucho en tren, pero también porque las estaciones y sus trenes tienen mucho de vida, de pasión por la vida.

He tenido la arrogancia y, a veces, hasta la torería y de ahí más de una cicatriz, de subirme en todos los trenes que han pasado por mi vida, aunque no siempre me haya bajado en la estación acertada, y, desde luego, he esperado impaciente en más de un andén de más de una estación con aroma a rosas o crisantemos, en más de una estación de esta vida que solo se siente larga cuando se mira hacia atrás. Y ahora, cuando los pantalones cortos se han alargado para siempre, desde la barojiana vuelta del camino, estoy sentado en esta vieja estación y solo espero que hayas cogido el tren.