A ti que esto lees y que el estómago se te llenó de mariposas en el reencuentro

El 20 de enero de 1916 el poeta Juan Ramón Jiménez salía de Madrid para embarcar rumbo a Nueva York a casarse con la que desde 1913 se había convertido en la mujer de su vida, Zenobia Camprubí, esa a quien escribió "Ni antes/ni después era nada, ni nada sería,/nada yo sino en ti", hasta que un cáncer de ovarios acabó su vida en 1956, tres días después de que a Juan Ramón le concediesen el Premio Nobel de Literatura. Desde ese 20 de enero hasta el 2 de marzo que se casan en la iglesia de Saint Stephen, Juan Ramón pergeña un conjunto de poemas que acabarán constituyendo el Diario de un poeta reciencasado, donde, entre otras cosas y con el mar de fondo, muestra el ansia por el reencuentro con la amada, pero también el temor a que esta no sea tal y como la ha ido recreando durante la ausencia.

Con ese temor, y quizás angustia, hemos vivido nuestros reencuentros después de un confinamiento que nos ha arrasado por dentro casi sin darnos cuenta. Porque es ahora cuando sentimos que el virus no solo ha traído problemas sanitarios, económicos, sociales y un largo etcétera, sino que, sobre todo, nos ha invadido por dentro, aun sin contagiarnos, y nos ha llevado a plantearnos nuestra vida. Pero ahora ya hemos vuelto a la calle y es momento del reencuentro, de ese momento ansiado y soñado, que hemos recreado en nuestra cabeza cada día del confinamiento y que ahora hemos de ver en la realidad.

Y claro que surge el temor a que lo soñado y con quien lo hemos soñado, ahora que por fin nos vamos a reencontrar, no sea ni mucho menos como lo pensamos. Que ya sabemos que la nueva normalidad tiene su aquel, pero hasta que no nos reencontremos con la persona amada, con los amigos, no sabremos hasta qué punto esa normalidad destrozará nuestro sueño tejido en la soledad de la noche sobre un mundo que quizás ya no exista cuando salgamos.

Vivir no es fácil, pero solo se puede vivir estando y siendo, así que tenemos que acudir a nuestra cita con la persona soñada, con los seres pensados y sentidos no solo con nuestro corazón, sino con nuestra cabeza, que ya nos enseñó David Eagleman que nuestro cerebro tiene vidas secretas que se escapan a nuestro control.

Y de repente, como si los meses de confinamiento hubiesen sido un mal sueño, nos plantamos frente a frente, en un entorno de mascarillas, distancias, sospechas, recelos y miedos no confesos. Pero estamos frente a frente por fin. Y jamás pensamos que hubiese que dudar si abrazarnos, besarnos, coger las manos ansiadas, pero tampoco habíamos sentido con tanta intensidad el valor de la mirada y de las palabras.

Porque entre las cosas que este virus asesino nos está enseñando es la importancia de una mirada, de unos ojos sobre una mascarilla que brillan frente a los tuyos felices por el reencuentro, que se mueven vivarachos y con los que gritan que están ahí, que siempre han estado ahí y que se alegran de reencontrarse contigo, y que nos dicen, distinto a la tan escrita y cantada distancia como olvido, que la distancia es solo el reposo necesario para que los sentimientos dejen de ser transitorios, efímeros, para convertirse en eternos. Y descubrimos también el valor de la palabra, aunque sea dicha tras una mascarilla. Porque no es verdad que una imagen valga más que mil palabras. Ahora la palabra de afecto, de amor, de me alegro de verte, de por fin nos reencontramos, de te he echado de menos, de me alegro de estar aquí y contigo, es necesaria, es vital, para que nuestro sueño se sienta real, para que lo soñado, lo pensado entre cuatro paredes que a veces se iban estrechando hasta casi asfixiarnos, se sienta presente y firme, no solo recuperado, sino renacido para caminar en la realidad que se avecine.

Se hace camino al andar escribía Antonio Machado y andar en los que queremos, pero lo queremos con las gentes de nuestra vida, con las que al despertarnos aparecen en el primer café y nos dicen aquí estoy y contigo, con las que dejamos antes de una pandemia y que necesitamos para que merezca la pena no haber muerto, con esas personas que son únicas por sí mismas y porque lo son para nosotros, como en ese viejo poema de Luis Cernuda cuando exclama, porque ahora hay que gritar, "Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien/cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío; alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina".

Y así vamos al reencuentro y quizás solo así merezca la pena vivir esta normalidad que no puede matarnos el abrazo, el beso, la mirada cómplice, la mano entrelazada y el recuperar la palabra, esa que, como en el romance del conde Arnaldos, es un cantar "a quien conmigo va".

Llevamos meses de lenguaje bélico frente a la COVID-19; pues sea, si no hay más remedio, pero entonces no olvidemos los versos de Miguel Hernández, "Tristes guerras/si no es amor la empresa", y sea eso, el amor el que nos salve en el reencuentro, porque, como escribió Pablo Neruda, "Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida".