Trataba de homenajear a las gentes que no abandonan jamás los lugares a los que pertenecen. También, a quienes habiendo sido forzados a hacerlo guardan en la memoria el color de sus atardeceres o las circunstancias que albergaron y fue, entonces, cuando recordé que la plaza mayor de mi pueblo era grande y asimétrica.

Hoy día presenta un aspecto muy diferente al que yo conocí en mi infancia, es verdad. La siempre tornadiza estética le ha ido añadiendo y quitando elementos a lo largo del tiempo y donde antaño estuviera aquella fuente de granito con un pequeño pilón en el que flotaban nenúfares y abrevaban vacas somnolientas hoy se levanta la estatua de un paisano ilustre y crecen enredaderas, sin embargo, yo la veo como entonces y cada quince de agosto revivo su gran fiesta. Recuerdo bien el ritual.

Durante los días anteriores los labradores bajaban sus carros y los engarzaban en torno a la fuente hasta cerrar el círculo, luego esparcían arena por el suelo y clavaban en el interior del anillo un par de trillos a modo de burladero en un ambiente festivo y bullanguero. Era el preludio. La celebración llegaría después.

A las cinco en punto de la tarde, según rezaban los carteles, el diestro salta a la plaza. Enjuto y repeinado, serio. Detrás, cuatro o cinco chavales. Caminan disciplinados hasta la presidencia, saludan con una ligera inclinación de cabeza y tornan por igual camino. El público aplaude. Trompetas. Rostros encendidos. Aleteo, que no cesa, de abanicos en tanto sale la bestia. Un animal resabiado de enorme cornamenta que baja a trompicones por una rampa de madera y da varias vueltas al ruedo resoplando.

Dentro del burladero el "maestro" muerde el capote sin perder de vista al bicho. Está sólo. Desvalido. La angustia le atenaza y apenas puede respirar. Trata de moverse pero el cuerpo no obedece. Se oyen algunos silbidos. El respetable se impacienta y los tímidos abucheos se multiplican y convierten en un bronco clamor que crece y expande, amenazador, de carro en carro. No hay salida. El tiempo apremia. Encomienda el diestro su alma al diablo, se santigua y sale. Se ajusta la taleguilla. Avanza. Tiene dudas. Se detiene, mira de reojo al toro y, desde lejos, le enfila la capa al morro. Cabecea, indolente, el animal y es entonces que el pobre hombre suelta el trapo y vuelve al burladero corriendo como un poseso. La plaza brama. Está enfurecida y es implacable ¡Fuera! ¡Fuera!

En realidad, el matador es uno de la cuadrilla, un poco más suicida que sus compañeros, si acaso, y con cara de iluminado. Da unos pases de muleta y se enreda con la espada en los cuernos del astado. La imagen es brutal. El objetivo, lograr una estocada definitiva que lo tumbe. Después de mil intentos lo consigue. Se derrumba con estrépito y allí queda el animal. Patas arriba, con los ojos muy abiertos y escupiendo sangre negra.

La gente enloquece. Vítores, aplausos, abrazos, pañuelos en el aire. El "maestro", sin embargo, llora. Tiene los ojos extraviados. Con el traje de luces hecho jirones levanta al cielo, incrédulo, los brazos. ¡Está vivo! La cuadrilla, entretanto, le ha sacado al ruedo a empellones. El público le aclama. Él sonríe. Cojea. Acierta a santiguarse, agradecido, y saluda al respetable...

Era la década de los sesenta. Años duros. Un tiempo de sueños y emigración que yo recuerdo con nostalgia. Sucedió en la Tierra Vieja de Tábara. Allí donde fui a nacer.