Cuando escuchas a alguien que ha vivido de cerca, aunque no haya sido en primera persona, la experiencia de haber padecido el Covid-19, llega a encogérsete el corazón. Se han producido situaciones tan dramáticas que son muchos los que ahora sufren secuelas emocionales, necesitando tratamiento psicológico. Pues si se han soportado situaciones tan duras por parte de familiares y sanitarios, cabe imaginarse las circunstancias por las que habrán tenido que pasar aquellos que vieron acabar sus días en soledad, sin contar siquiera con la ayuda y el cariño de sus más directos allegados.

De estos hechos nos encontramos todos suficientemente informados, como también de que la pandemia continúa presente, en los mismos términos que antes, ya que aún no se conoce medicina ni vacuna que pueda acabar con ella, prueba de ello es el lo haber desaparecido los contagios. Hasta ahora solo el triángulo formado por la higiene, las mascarillas y el aislamiento (Ahora sustituido por la separación física, por aquello de la necesidad de trabajar y poder desplazarse) es capaz de plantar cara a ese cobarde enemigo que, por no dar, no da ni la cara, ya que puede estar apostado en cualquier parte.

Pues bien, el cumplimiento de esas normas, tan claras como sencillas de entender, está dejando mucho que desear, ya que miles de personas se las están saltando a la torera, en parte por su falta de solidaridad y en parte por el egoísmo propio de quienes creen que a "a ellos no le va a tocar nunca la china"

Esa panda de desalmados que despreciando los derechos de los demás lo mismo se hacinan en fiestas discotequeras, que salen estúpidamente en tromba a la calle para festejar un evento deportivo (Caso de Vitoria) o asisten a una fiesta local (Caso de Irún) o se dan un baño en el mar amontonándose en la playa como un hervidero de hormigas (Caso de Barcelona) contribuyen de manera importante a restar en lugar de sumar, a contagiar en lugar de aislar. En general se trata de una parte de la población que, por su singularidad (los de menor edad), tienen menos riesgo de contraer la enfermedad y también de perder la vida por ella, pero no de trasmitírsela a quienes conviven con ellos, a quienes comparten caña todos los días, o a quienes trabajan codo a codo con ellos.

Ignoro como puede denominarse a quienes alegremente contribuyen a extender las garras de la muerte del dichoso virus, sin pestañear por ello, pero su calificativo no se diferenciará mucho del de homicida involuntario. Ya que "Homicida involuntario es aquel que hace algo, conociendo el posible resultado de muerte y sin embargo cree poder evitarlo" y homicidio es "una muerte causada a una persona por otra, ya sea por acción u omisión, con o sin intención, sin que concurran otras circunstancias que podrían constituir asesinato". Cierto que el hecho de trasmitir el virus de la pandemia no se encuentra contenido en el Código Penal, pero quizás si forme parte del "código ético" que todos deberíamos llevar incorporado a nuestro ADN.

Cualquier constitución defiende el derecho a disponer de la propia vida y a ser defendido por el Estado de quienes intenten arrebatársela, y más aún cuando la indefensión de las victimas es un hecho más que constatado. De ahí que quienes contribuyen a extender los malignos efectos de la pandemia, no solo no respetan la Constitución, sino que pierden la calificación de amigos o de pertenecer a eso que se viene a llamar la buena vecindad. Esos individuos pasan a ser enemigos, porque nadie tiene derecho a jugar con la salud de los demás, y menos aún de manera frívola y perversa.

Puede que lo que están haciendo quienes así se comportan se encuentre más cerca del delito que de la falta, porque la situación en la que dejan a los damnificados en gran parte de los casos es irreversible. Y todo porque esa parte de la sociedad ha decidido imponer su criterio de hacer caso omiso al uso del "triangulo" (Higiene, mascarilla, separación física) para contribuir a poner freno a la pandemia.