Así como las piedras permanecen, los alientos llegan, deambulan y se van. De los lugares que habitamos sólo lo sólido perdura expuesto, como si fuera eterno, a nuestra mirada temporal. El martillo del tiempo, que erosiona con su alargada mano las aristas de los sillares, golpea con fuerza sobre el milagro de nuestra endeble carne, tendidos sobre el yunque que es el suelo que pisamos; tierra que es polvo cósmico del que venimos y refugio al que volvemos para diluirnos otra vez en universo.

Polvo eres y en polvo te convertirás. No hace más que un instante -siempre vivimos en el pasado- se ha ido Ana. Volando, escapando de su jaula de barrotes debilitados, con su melena de trigo maduro al viento, hacia donde otros la esperaban ya. Y nos esperan. Somos tránsito no más. Ella, que creía firmemente, lo sabía bien. Quizás de ahí su siempre dulce mirada de soledad, de angustia, de esperanza. Antes de irse nos dejó su último aliento impregnando cada rincón del casco antiguo, la huella de sus pasos cortos marcando los senderos entre la cuarcita y el granito; el fino cristal de su voz sonando entre los trinos de las plazas o alegrando el silencio de las clausuras; el manto de su bondad humilde levantando las hojas caídas del otoño triste de Zamora.

Y sin quererlo ni saberlo demostró que para ser querida y reconocida no necesitaba rango, puesto o preponderancia social. La mayoría de quienes hoy recorran estas letras quizá no la conocieron, no han visto su cara o no son conscientes de haberlo hecho. Eso no importa, uno a veces escribe para otros y en otras ocasiones para sí mismo. Estaba en Madrid cuando Teresa me dio la noticia, no por temida desde hace tiempo menos dolorosa. Estaba ya en Zamora cuando compartí en apenas un gesto la quiebra interior en una hermana a la que se le han ido sus dos hermanos de forma tan injustamente precoz y cruel. Cuando abracé a Marisa y durante un segundo la elevé de este terrible suelo al que vivimos pegados. Viajé entre medias reviviendo instantes, no demasiados, sí trascendentales.

Cuando te conocí yendo y viniendo de Zamora a Salamanca en autobús con un amplio grupo de amigos. Cuando aquellos primeros encuentros, en apariencia casuales, en los que acompañabas a Eva, hicieron germinar lo que luego ha sido mi vida. Cuando la sombra fría se cernió sobre ti acosando tus ganas de vivir y obligándote a luchar, resistir y aferrarte a una Fe blindada frente a toda prueba. Cuando, finalmente, Eva se te adelantó en la partida y te dije lo que ella te hubiera dicho. Luchaste, claro que luchaste. Y en la lucha venció tu espíritu por mucho que la parca derrotara a tu cuerpo. Adiós, amiga. Perdóname que no pueda recordarte sino inescindiblemente unida al recuerdo vívido de Eva. Perdóname por que haya querido unir, en el inicio de estos poco afortunados párrafos, tu nombre junto al de ella. Un beso.