"Antes de empezar una actuación o entre canción y canción pregunto siempre: ¿A que hay alguno de Toro aquí?, y, oye, siempre se escuchan sí, sí y se ven manos levantadas, y, claro, uno se emociona, sobre todo si estás lejos de casa". Así le oí contar más de una vez a Félix Pérez, fallecido el viernes en Simancas (Valladolid), su experiencia con toresanos o zamoranos de la diáspora cuando acudían a sus conciertos con la ilusión y la esperanza, siempre cumplidas, de que el dúo Candeal (Félix y Toño, Toño y Félix) les acercara con su música a su tierra natal, les hablara al corazón con sus tonadas, les divirtiera con sus anécdotas y su buen humor, reforzara los vínculos indelebles entre el terruño y sus gentes.

Y es que, al margen de su calidad musical, que es mucha, Candeal ha sido, y será eternamente, uno de los mejores embajadores de Castilla y León, una seña de identidad cultural, un espejo en el que mirarnos para valorar lo nuestro y estar orgullosos de ello. Solo creyendo firmemente en la fuerza de lo popular, de lo tradicional, se explican sus más de veinte discos, sus miles de actuaciones, sus programas televisivos y radiofónicos, su personalidad y trayectoria, sus citas históricas con Villalar o con el cierre de las fiestas de septiembre en Valladolid. Y lograron convertir en himnos bastantes de sus melodías. Los espectadores acababan siendo también protagonistas. Cantaban a pleno pulmón, coreaban los estribillos, pedían canciones concretas para entonarlas junto a Félix y Toño. Y eso quiere decir mucho. Quiere decir que Candeal había alcanzado ya la categoría de mito, que sus recitales eran ritos que la gente esperaba como se espera un acontecimiento, algo que forma parte ya de nuestras vidas. Y así año tras año, disco tras disco, concierto tras concierto sin dejar indiferente a nadie, esparciendo un manto de alegría, de reivindicación de lo autóctono y de lo auténtico, llenando el aire de sones que llegaban directamente al alma y te hacían sentir orgulloso de ser de donde eras y de estar unido a tu tierra. Con Toño y Félix en el escenario uno se alejaba miles de kilómetros de eso que llaman austeridad y seriedad castellana y no se explicaba cómo alguien tan admirable como Antonio Machado llegó a escribir aquello de "atónitos palurdos sin danzas ni canciones". Allí, en esas melodías de Candeal, no solo había canciones y danzas, sino también un abrazo a la tierra, un nexo generacional perpetuo, una voz de siglos, un relato capaz de explicar las entrañas de esta tierra milenaria dura, tierna, recia, generosa, abierta como sus llanuras infinitas, firme como las montañas que la circundan, majestuosa como ese Duero que la recorre de este a oeste y que, en ocasiones, parece como si, enamorado de ella, no quisiera abandonarla ni perderse en el mar. Y todo eso en tonadas recogidas de pueblo en pueblo o creadas sin que lo nuevo desentone con lo tradicional. Ese fue, sin duda, otro de los grandes méritos de Candeal. Uno más.

Y ahora Félix se nos ha ido. Llevaba mucho tiempo peleando contra una enfermedad que, desgraciadamente, se ha salido con la suya. Lo lloramos. Lo llora esta tierra con la que se volcó porque Félix no hacía las cosas a medias. Se entregaba a su vocación-profesión con toda su energía. Le brillaban los ojos y la sonrisa cuando te explicaba algún hallazgo o alguna tarea en la que estuviera metido. Aun recuerdo cuando, allá por el año 90, le hice una entrevista para el dominical de este periódico. En su domicilio vallisoletano tenía muchos instrumentos de su invención. Era un lutier genial, un tipo capaz de hacer sonar, y bien, cualquier cacharro. Y todo en horas robadas al descanso y al sueño porque Félix, al igual que Toño, trabajaba por las mañana en un banco. Y madrugaba. No solo lo echará en falta, lo añorará, la música popular, sino también la enciclopedia de la ironía. Félix tenía un sentido del humor inabarcable. Se reía hasta de sí mismo como cuando recalcaba, casi entre carcajadas, el mote familiar. "Yo soy un zancajo de Toro, Félix Zancajo". Y esa guasa era especialmente notable cuando cogía el micro y presentaba alguna canción o cuando se volcaba en comentarios sobre cualquier cuestión de actualidad. O en sus imitaciones radiofónicas, especialmente si se ponía a hablar en un árabe-español-toresano de su invención. No decía nada y lo decía todo. Era imposible contener la risa. Mejor recordar hoy esos momentos porque Félix era, y será siempre, incompatible con la tristeza. Ya lo están notando en el cielo.

Un beso para Mercedes, sus tres hijos, sus nietos y el resto de la familia. Y un abrazo para Toño, hoy huéfano de casi todo, menos de dolor.