Esta frase proverbial que encabeza mi reflexión viene al hilo de la situación de desescalada que estamos viviendo en estos momentos, porque hemos pasado de un estado de alarma y una vida tetrafásica, y me apunto yo también a la creación de neologismos durante el confinamiento, a una explosión de celebración de la vida y la normalidad. Y lo estamos haciendo aferrándonos más a lo que teníamos antes de que la COVID-19 nos encerrase en casa que con una perspectiva seria, consciente y responsable de que lo pasado pasado está y ahora nos enfrentamos a la construcción de una forma de vida que va a tener que reajustarse en no pocas cosas, como tan bien ha reflejado mi buen amigo Manuel Mostaza Barrios hace unos días en estas mismas páginas al hablar de "El virus mariposa que todo lo cambió".

Hay que comprender que cuando una sociedad moderna, vital y desarrollada como la europea, con su vida dentro del estado de bienestar, de la noche a la mañana se ve confinada en sus casas y casi cien días después, que se dicen pronto pero pasan lentos, se le abre la posibilidad de volver a una cierta normalidad esta se haga con explosividad e incluso con irresponsabilidad.

Pero esto no puede llevarnos a la inconsciencia de pensar que todo está resuelto, que el virus está aniquilado y que cuanto antes volvamos a nuestra rutina de europeos industrializados y desarrollados mejor, pues así recuperaremos la economía, que bien puede ser la segunda pandemia que nos acecha. Y ello porque no debiéramos perder de vista un concepto económico que, trasladado a la propia vida, es más que esencial, el llamado coste de oportunidad.

Este término fue acuñado por Friedrich von Wieser allá por 1914 y consiste, en síntesis y espero que ningún economista se ofenda, en que al hacer una inversión tengamos en cuenta a qué otra se renuncia, por lo que el término en cuestión implica tomar una decisión, valorar la satisfacción que nos produce en relación con otra posible y, por supuesto, asumir riesgos.

Así pues, en la situación de aparente post pandemia en la que nos hallamos bien vendría que no perdiésemos de vista el coste de oportunidad, de manera que cuando parece que hay tanta prisa por recuperar cuanto antes la economía, sobre todo la basada en el turismo que, no lo olvidemos, es la más peligrosa frente al virus por los desplazamientos nacionales e internacionales que conlleva, vayamos a obviar a lo que renunciamos haciendo tanto esta elección como la velocidad de la misma. En otras palabras, optar por acelerar la llamada desescalada hasta el punto de que las famosas cuatro fases, que en inicio tenían una duración quincenal ligada a datos sanitarios, en alguna comunidad se han solapado a partir de la segunda pasándose a la plena libertad, por mor más que a datos sanitarios a la necesidad de reactivar cuanto antes la economía, supone asumir que haya que volver a fases iniciales, incluso al confinamiento, y dar al traste por más tiempo con la recuperación económica que, por otra parte, se ha enseñoreado del momento sin que ello suponga que la pandemia esté ni mucho menos solventada.

El gran Fito Cabrales canta "Él camina despacito que las prisas no son buenas" y despacito fuimos caminando hasta las dos primeras fases de la desescalada mientras la COVID-19 dejaba un campo de muertos, contagiados y vidas a la intemperie. Pero en cuanto pareció que aflojaba, gobierno, administraciones de las comunidades, medios de comunicación y población en general nos hemos lanzado a una especie de búsqueda del tiempo perdido tan proustiana como si no hubiese mañana y todo amparado en criterios económicos.

Pues claro que hay que recuperar la economía, no solo la relacionada con el turismo, y la sanidad y la educación y una sociedad golpeada como nunca desde la segunda guerra mundial, pero esta recuperación debe hacerse con mirada no solo a corto plazo. Porque malos han sido estos meses, pero aún peores vendrán si la desescalada no es un camino a una normalidad, nueva o no, sino a algo tan desgraciadamente vivido como un nuevo confinamiento por la irresponsabilidad de muchos ciudadanos, sin duda, pero también por la de unos gobernantes, de uno u otro signo, que manejan la sanidad y la economía, y arrastran con ellos a los medios de comunicación, según lo que entienden más conveniente, y no dudo que de buena fe, pero no necesariamente fruto de la meditación, la responsabilidad y la perspectiva.

Sin economía es difícil la vida y precaria la salud, pero sin salud simplemente no hay vida; así que quizás no estaría de más algo de calma en quienes gobiernan y en los gobernados, porque, pese a que hemos escuchado con frecuencia un lenguaje belicista para referirse a esta pandemia, la realidad es que el virus no es un enemigo en la trinchera, sino un asesino que acecha a la vuelta de cada esquina.