Temen los más aprensivos que el verano, tiempo de relajación y viajes, vaya a multiplicar los casos de contagio hasta provocar una segunda ola de la pandemia. Turistas y veraneantes, otrora tan deseados por todos los reinos autónomos, han pasado a convertirse en sospechosos; e incluso se habla ya en Madrid de "madrileñofobia", neologismo que se añade a los muchos alumbrados por el virus. Ya se sabe que el vecino siempre tiene la culpa. Nadie le profesa inquina a los madrileños, como es natural. Simplemente, la denominación de origen "madrileño" engloba a toda la gente de fuera, del mismo modo que en la América hispana todos los españoles son "gallegos".

Tampoco estas prevenciones frente al forastero son novedad. Ya antes de la epidemia existía entre una pequeña parte de los vecinos de cada lugar -en la costa, sobre todo- una avara tendencia a no compartir las playas con los visitantes. Dan fe algunos vídeos en los que se trataba de disuadir a los potenciales turistas de que acudiesen al norte. "Aquí no para de llover y por la noche hace frío", alegaban sus autores. En el primer verano de la epidemia (que igual no es el último), algunos parecen haberse tomado en serio aquella humorada; y no solo en la parte norteña de la península. También en el sur y en el Mediterráneo asoman prevenciones contra los desplazamientos de la gente del interior; aunque es de suponer que, en este caso, la campaña contra el turismo apele al calor y a la masificación de los centros de recreo.

Poco normal parece esto, incluso dentro de los parámetros de la nueva normalidad. El turismo es un gran invento desde que Fraga le puso un ministerio y Alfredo Landa empezó a perseguir suecas más o menos imaginarias en las películas de los años sesenta. Aunque el actual ministro de Consumo opine lo contrario, el movimiento de veraneantes mueve también la economía del país, hasta el punto de representar un 13% de los ingresos de España.

Otros países más industriosos pueden, tal vez, permitirse el lujo de poner mala cara al visitante: pero no es ese, por desgracia, el caso que nos ocupa (y preocupa). Ni siquiera en lo que atañe al turismo interior, el único que este año va a permitir que mitigue sus malas cuentas al gremio de bares, restaurantes y hoteles.

La lógica invita a pensar que, tras un parón de varios meses, el verano es la última esperanza de los hosteleros para combatir el letal efecto del virus. No parecen haberlo entendido así, sin embargo, aquellos que ven únicamente en el turista o veraneante un posible portador del bicho; y no, como en años anteriores, un aportador de dinero a cambio de servicios.

El miedo al peligro de nuevas infecciones es comprensible; aunque quizá haya que considerar que la vida es en sí misma un riesgo. Lo resumió muy cabalmente el otro día la autoridad sanitaria representada por Fernando Simón. "Necesitamos que no haya enfermedades", dijo Simón, "pero también comer todos los días? y España vive de lo que vive". Ante un dilema así, igual no queda otra que correr algún riesgo y, sobre todo, aparcar las fobias. Que tanto daño hacen a todos.