La crisis generada por el coronavirus SARS-CoV-2 ha dado paso a una situación sin precedentes en nuestro país desde la guerra (in)civil de 1936. Entre una cosa y otra, es posible que los españoles acabemos alcanzando un trimestre de confinamiento en el que nuestros movimientos se han reducido hasta un nivel nunca visto desde que tenemos memoria. Este sistema (medieval) para evitar la propagación de las infecciones ha tenido un éxito sanitario claro, pero ha generado también situaciones paradójicas en las que quizá no hemos reparado. Una de ellas es que, a pesar del enorme coste en vidas que ha supuesto la pandemia (se calculan de momento más 42.000 muertos de acuerdo con el fiable sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria del Instituto de Salud Carlos III), esta situación ha supuesto, a través de un claro efecto mariposa, varios cambios en cosas que "tenían que haber pasado" pero que la enfermedad evitó.

Una de las más positivas es la de los muertos en accidente de tráfico. Hay probabilidades estadísticas, desocupado lector, de que usted sea una de las personas que sigue viva hoy -o al menos con salud- precisamente gracias a esta situación. Y es que en torno a doscientos españoles han evitado la muerte durante estos meses debido a la caída del tráfico, y algunos más han evitado quedar heridos a causa de estos siniestros. Todos ellos lo ignoran, o lo ignoramos: siguen o seguimos vivos gracias a que ese día, precisamente ese día, no pudieron o pudimos coger el coche. No sólo esto, sin la pandemia es posible que miles de personas hubieran resultado heridas en su puesto de trabajo y varias decenas de ellas hubieran muerto como consecuencia de un accidente laboral, y eso por no hablar de los centenares de personas que han evitado ser víctimas de robo con violencia o incluso de una violación.

Pero lo aleatorio que rige nuestras vidas no se refleja solo en las desgracias que no han sucedido. Ha habido infinidad de cosas buenas que también han dejado de pasar: la pandemia ha evitado contrataciones, como esa joven que iniciaba su vida laboral, o ese directivo que iba a cambiar de empresa. También, ha impedido que miles de jóvenes se conozcan como se conocían antes de la pandemia cada noche de viernes o de sábado en cualquier discoteca del país. En la misma línea, serán muchas las parejas que no saben que ya no se conocerán en las miles de verbenas que cada verano se celebraban en España y que este año, Covid mediante, parece que no vamos a poder disfrutar.

El futuro no está escrito en ningún lado y lo que no está pasando desde finales de febrero es un buen ejemplo de ello. La modernidad es ese mundo en el que que, como recogía un manifiesto hoy algo arqueológico, "todo lo sólido se desvanece en el aire". Todas nuestras certezas han saltado por los aires en pocas semanas, pero no se agobie, caro lector: la vida volverá, y lo hará con fuerza. Hay que ser muy "adanista" para pensar que la vida va a cambiar de manera radical, o que de aquí va a surgir un "hombre nuevo" (término siniestro tomado de las aterradoras dictaduras de todo signo que asolaron gran parte del mundo en el siglo XX). Y no hay que irse muy lejos para buscar un ejemplo: las misma Europa en la que miles de jóvenes se mataban en el invierno de 1917 y en la que millones de personas murieron por la mal llamada gripe española (más de cincuenta millones de personas perecieron en poco más de un año), esa Europa, digo, vivía un par de años después el inicio de los locos años veinte, esa década que alumbró un despegue sin precedentes de la economía, que transformó ciudades como Madrid y que dio paso en España a la generación del 27 o, en los Estados Unidos, a la maravillosa Generación perdida?

Este año conmemoramos el vigésimo aniversario de la muerte del editor y escritor barcelonés Mario Lacruz; es un buen momento para recordar un párrafo suyo en la novela La tarde, publicada en 1956, en el que nos enseñó que "la vida fluye de un modo irresistible y provoca cambios, permanentemente; lo demás no cuenta?"

(*) Politólogo