Los llamaban untadores. Su aspecto anodino les hacía pasar desapercibidos, pero todos en la ciudad sabían de su existencia. Sobre ellos se contaban historias a cual más rocambolesca y eran muchos los que decían haberles sorprendido en alguna ocasión, normalmente de noche, embadurnando las puertas de las casas con un ungüento de color amarillento cuya composición sólo ellos conocían y que era el verdadero causante de la propagación de aquella maldita peste. Sus fechorías corrían de boca en boca.

Ocasionales narradores las contaban con todo lujo de detalles y los ánimos estaban tan exaltados que las cacerías en las calles eran continuas por rematarlos, sin embargo, los untadores sólo existían en el imaginario colectivo. Aquellos horribles crímenes de los que se les acusaba nunca tuvieron lugar. Jamás, y eso a pesar de que eran muchos los que juraban por los santos óleos haber sido testigos de su consumación, pero eso nada importaba. El mundo había enloquecido. Hasta un cardenal, arzobispo de la ciudad por más señas y precedido, según parece, de justa fama de santidad, prestó su firma a la condena de alguno de aquellos pobres hombres. Se trataba, sencillamente, de gente del pueblo, ciudadanos anónimos que tuvieron el infortunio de ser señalados por el dedo de cualquier exaltado en determinado momento. Comerciantes, panaderos, mercaderes, cortesanas, tejedores, alfayates, posaderos. Nada especial. Biografías vulgares.

Lo que hace verdaderamente siniestra esta historia es que, siendo gente de todo punto inocente, bastaba que alguien lanzara una voz alertando de su presencia para que la desquiciada turbamulta cayera sobre el infeliz de turno y lo atara a la rueda o lo hiciera arder como una tea en el centro de cualquier plaza. ¡Tal era el ansia por encontrar culpables! Sucedió en Milán, durante la epidemia que asoló la ciudad en torno al 1.630. Ha pasado mucho tiempo. Estamos en el año 2020 y vuelven los untadores de antaño, pero esta vez sus malas artes no dejan lugar a dudas. Son incuestionables. De todo punto reales. Sucede que, con la pandemia de Covid- 19 como excusa, reaparecen ideologías que reivindican un pasado vergonzoso y embadurnan las conciencias con la untura de la intolerancia. Es como si hubiese un repunte en las ideas y por todo el mundo se esparciese en forma de plaga la peste del racismo. Lamentablemente ha vuelto a ocurrir. Suele acontecer en tiempos de penuria, sin embargo, su previsible aparición no debiera relajarnos. Al contrario, habrá que estar más atentos que nunca. Una vez más la serpiente de la xenofobia ha vuelto a poner huevos y, de no aplastarlos, más tarde o más temprano los asquerosos reptiles acabarán rompiendo el cascarón.