Como en cualquier acontecimiento importante, en la pandemia del coronavirus también se han puesto de manifiesto las insoportables injusticias sociales: no es lo mismo la frase "no puedo respirar" en un hospital con la UCI equipada con respiradores que bajo la presión de la rodilla de un policía que te ahoga hasta la muerte. Tampoco en un país donde buscar para comer es el objetivo prioritario de cada despertar porque saben que no se puede vivir sólo del aire.

En el primer caso, se demuestra que en los Estados Unidos, uno de los primeros países del primer mundo, la actividad de los servicios públicos esenciales como la sanidad o la seguridad te pueden dar la vida si el número de tu cuenta corriente es elevado, o quitártela si el color de tu piel es oscuro.

En el caso del tercer mundo, la pandemia del coronavirus como las de otros virus que no traspasaron las fronteras hasta el mundo civilizado, ha quedado disminuida frente a la pandemia del hambre, que se llama hambruna. Y que mata más que el virus que parecía una plaga igualitaria y no ha pasado de ser pequeño-burguesa en los países desarrollados.

En el ombligo del mundo en que vivimos, hemos llegado a pensar que el confinamiento que nos mantuvo encerrados en casa si tenías casa, tuvo como elemento positivo que se redujo la contaminación atmosférica. Pero no es verdad; el aire sigue siendo irrespirable y la injusticia nos ahoga como la rodilla de un policía racista y cruel, o alienado y miedoso, o sordo y cegado por el odio que no vio ni oyó que le decían: "no puedo respirar".

Y por si fuera poco, hay quien se dedica a lazar al aire insultos, falsas acusaciones, y mentiras, haciendo irrespirable también el aire de los foros donde debería mantenerse un buen ambiente por pura salud democrática.

Hubo un momento de miedo y angustia inicial en el que el aire de la calle se volvió irrespirable porque guardaba al enemigo invisible del coronavirus en las gotitas de vapor que expelíamos de nuestra nariz y nuestra boca, sin olfato y sin gusto en el caso de los infectados. La prudencia y la responsabilidad llevó a los gobernantes a establecer un pacto de silencio sin críticas que favoreciera la aplicación de los criterios científicos y sanitarios para salvar vidas y controlar al virus sin poner el foco en la crítica partidista.

Pero una vez que el confinamiento en casa y la sanidad pública consiguieron reducir el número de contagios, cuando el aire que respiramos es controlado en parte por las mascarillas, lo que se ha vuelto irrespirable es el medio ambiente creado por las palabras de la crispación que ni se filtran ni se contienen, y que rompen el pacto por el COVID que ponía en el centro de la actividad política la salud de los ciudadanos, para buscar culpables desesperadamente en el enemigo político.

Se va recuperando la salud del pueblo a la vez que empeora la salud democrática: se siguen lanzando bulos que culpabilizan a algunos países de crear el virus con fines de dominación económica, los unos contra los otros; se acusa al Gobierno español de decretar un estado de alarma con medidas excepcionales para imponer calladamente su ideología en lugar de luchar contra el virus; en el colmo de la desesperación política se ha llegado a acusar al feminismo de propagar el virus con tal de celebrar el ocho de marzo como todos los años.

Se ha acusado a las mujeres, que son las protagonistas de los cuidados en esta situación excepcional y en todas las que lo requieren en la vida diaria, de ser las cómplices de la pandemia. Se criminaliza a las mujeres que te han cuidado desde que naciste por haberlo reivindicado en una manifestación ¡No podemos respirar!

Después de la vileza de la desescalada política, el mundo sigue siendo irrespirable. En el aire se consolida el virus del racismo que asfixia con la rodilla del abuso a un negro, o le para el corazón de un tiro. En el aire sobrevive el virus de la desigualdad que nos permite salir a la calle con mascarilla respirando tranquilos en unos países, mientras en otros siguen a cara descubierta muriéndose de hambre. En el aire flota el virus del machismo que echa la culpa a las mujeres por salir a respirar a la calle y las sigue matando en su casa.

Se recupera la anormalidad de la vida de antes: sin aplausos a las ocho a los trabajadores de los servicios esenciales; sin solidaridad de mascarillas cosidas anónimamente en casa (y distribuidas con foto en los periódicos); sin los ahorros que se fueron acabando mientras cerrábamos para mantener la salud que era lo importante; sin los dos mil veinte zamoranos que se fueron el año pasado; sin consultorios abiertos en los pueblos, o abiertos sólo previa cita telefónica como querían, como si no fueran parte esencial de nuestra salud.

Las medidas que se fueron tomando para paliar las consecuencias sociales y económicas del virus pueden quedarse en meros vestigios de un tiempo de pandemia: desaparecen por agotamiento las ayudas extraordinarias de ayuntamientos a trabajadores y empresas; se negocia el fin de las medidas sociales que mantuvieron el empleo, como los ERTES; y se siguen lanzando dardos contra el Ingreso Mínimo Vital antes de que comience a solicitarse.

Seguimos con la mascarilla porque dicen que el virus puede rebrotar al acabar el verano de turistas y fronteras abiertas. Quizás también en el otoño caliente rebrote el soplo de aire puro que supuso valorar lo importante en nuestra vida, como la vida misma, la familia, la amistad, la solidaridad y la libertad. Quizás el aire se renueve con el mantenimiento de los ERTES mientras haga falta, la continuidad para siempre del Ingreso Mínimo Vital, la necesidad de los Servicios Públicos y la derogación de la Reforma Laboral. Tal vez respiremos aire menos contaminado y valoremos los alimentos saludables del campo.

Seguro que la Zamora vaciada y otros pueblos se echarán a la calle a conseguir un mundo más justo como el que hemos soñado en algún momento de este tiempo de excepción, porque el mundo se ha hecho irrespirable. Porque tenemos que decir muy alto para que nos oigan: "no podemos respirar".