Los ciudadanos se trancaron. Durante un tiempo permanecieron encerrados a cal y canto y cuando comenzaron a salir de sus casas lo hicieron con temor y sin saber muy bien cómo moverse por los, otrora apacibles, bulevares y avenidas. Con la gorra calada hasta las orejas, guantes de látex y una pantalla de tela sobre la cara a modo de mascarón caminaban desorientados tratando de mantenerse a flote en las revueltas aguas. Inertes, de uno en uno por el embravecido asfalto, esquivándose recelosos y mirándose de soslayo al tiempo que apresuraban el paso por alejarse lo antes posible del contagio. Era como si con la llegada de Covid- 19 la ciudad hubiese quedado a merced de una desconocida y brutal galerna. Autónomos, asalariados, empresarios, eclesiásticos, estudiantes, funcionarios, amas de casa, jubilados, a todos alcanzaba y a medida que pasaban los días aumentaba la magnitud de la tragedia y el duelo por el naufragio.

Sucedió hace semanas. Afortunadamente la situación ha mejorado y poco a poco la ciudad recupera la fisonomía de antaño. Los hábitos, las formas, las costumbres que siempre tuvo vuelven a sus calles, sin embargo, la arrogancia de esos a quienes dimos nuestro mandato para gestionar la cosa pública me hace percibir el futuro como amenaza. Y es que, de un tiempo acá las sesiones parlamentarias se han convertido en una farsa a medias entre el enredo y el esperpento.

No hay ideas. No hay debate. La autocomplacencia de los diferentes partidos políticos es escandalosa y la escalada en la violencia verbal parece no tener techo. Ellos, sus señorías, son la negación absoluta de la solidaridad y sacrificio que exigen a los demás y su falta de generosidad es insoportable. Ni una sola propuesta compartida por la totalidad de los grupos parlamentarios en orden a mejorar las condiciones de vida de aquellos a quienes se deben ¡ Ni una sola desde que se declarara el estado de alarma! Lamentablemente lo único que pretenden es el aplauso entre las propias filas, han pervertido el lenguaje y con un discurso excluyente y partidista están dinamitando las bases de la convivencia social.

El espectáculo no puede ser más desalentador. La pandemia nos ha venido a recordar que la línea que separa la normalidad del caos es apenas perceptible y que todos nosotros podemos pasar en un abrir y cerrar de ojos de divinos a apestados, pero ni aún por ésas son capaces de consensuar acuerdos. Ellos. Los llamados a liderar el país. Esos que, algunos, dicen padres de la patria.