Aquel día de 1158 hacía poco que había amanecido y el joven Pedro se había levantado dispuesto a acudir al mercado. Desde su cuarto se dirigía hacia la puerta de la casa con paso firme, pero pisando con cuidado al objeto de no hacer demasiado ruido sobre las rojizas baldosas del suelo. Fuera, en la calle, se oían pasos firmes de gente que caminaba con agudeza, como también el chocar de los cascos de las caballerías sobre el empedrado de la calle. Lo que ocurrió después en el mercado todos los zamoranos lo conocemos: la negativa de Pedro - hijo de Benito, el pellitero de la calle de Balborraz - a plegarse a los abusos del criado del noble Gómez Álvarez, que pretendía arrebatarle el derecho a llevarse la trucha sanabresa que acababa de comprar, abusando del viejo privilegio nobiliario. Apoyado por el pueblo, la pelea entre ambos cayó del lado de Pedro, con resultado de muerte para el criado, por lo que los nobles decidieron reunirse en la Iglesia de San Román, al objeto de tomar medidas sancionadoras contra Pedro y su padre, a la sazón representante de los gremios zamoranos, así como contra cuantos les habían apoyado. Benito y sus seguidores conscientes que lo que iban decidir era la ejecución de Pedro, optaron por prender fuego a la iglesia donde se encontraban reunidos, acabando así con la vida de los caciques allí congregados.

Siendo conscientes que el rey Fernando II, iba a tomar medidas drásticas contra ellos, unos siete mil zamoranos salieron hacia Portugal, abandonando la ciudad. El rey, viendo el problema de despoblación que se le venía encima, decidió perdonarles si regresaban de inmediato, poniendo como única condición la reconstrucción de la iglesia, que es la que conocemos ahora con el nombre de Santa María "la Nueva". También cedió a las pretensiones de Benito que le había pedido sustituir a Ponce, tenente de Zamora, por otro dignatario con menos ínfulas.

Hasta aquí, la leyenda del "Motín de la trucha" ofrece signos de autenticidad, ya que por entonces en el norte del reino se produjeron las llamadas revueltas burguesas, casos de Salamanca, Medina del Campo, Sahagún y Santiago de Compostela, que pretendían acabar con el poder omnímodo de los nobles, ya fueran estos laicos o religiosos. Pero el haber añadido un hecho sobrenatural como lo es el que la Sagrada Forma saliera volando de la custodia de la iglesia incendiada y apareciera en el convento de las Dueñas, le resta autenticidad al relato, haciendo que uno se lo tome no como un acontecimiento histórico sino como un cuento de Maricastaña.

Y es que en la vida siempre hay alguien que le gusta ser más papista que el Papa y pretende sentar cátedra. En este caso también hubo uno que, o bien pretendiendo restar responsabilidad a los revoltosos incendiarios, o darle un protagonismo innecesario a la Sagrada Forma, le añadió a la historia la escena del "vuelo" que eliminó cualquier pátina de autenticidad.

Los nueve siglos que han transcurrido desde la fecha de esta leyenda no han servido demasiado para que las cosas hayan cambiado, y mucho menos en lo que se refiere a la adulteración de la realidad, por esa manía de añadir o quitar cosas sin venir a cuento, de manera que lo que se consigue es que la gente no llegue a creerse nada.

Sirva que nos fijemos en algún ejemplo. Pongamos por caso el de la pandemia del coronavirus. Cuando aún el virus sigue haciendo de las suyas, contagiando a la gente en una lucha desigual, pues es el "malo" quien cuenta con las mayores ventajas, los partidos políticos en lugar de preocuparse por trabajar en aras a prepararnos de cara a un rebrote, que los expertos vaticinan que no llegará antes que se dé con la vacuna que le pare los pies, y a habilitar los fondos que puedan hacerles falta a los investigadores, dedican la mayor parte de su tiempo en incordiar de cara a las siguientes elecciones. Y así algunos dicen que les falta libertad, cuando a la vez añoran el régimen dictatorial del general Franco. Y otros sacan a relucir los "muertos" echando basura al contrario, ya sea Gobierno o comunidad autónoma. También hay quienes acusan al Gobierno de llevar más allá de lo necesario el periodo de "alarma", como si eso beneficiara a quien gobierna y no a los ciudadanos. Determinadas ciudades o autonomías dicen que están más preparadas que otras para poder ascender de "fase" a cualquier precio. Mientras, el Gobierno dice que la manifa del "8M" solo tuvo una incidencia marginal, como si determinadas muertes fueran una simple anotación contable. El tráfico de los votos para poder ir ampliando los plazos de "alarma" se ha desarrollado a base de concesiones políticas o económicas, en un clima de mercadeo que da nauseas.

Pero los ciudadanos no somos gilipollas, y solo creemos lo que dicen las autoridades sanitarias en detrimento de las interesadas y devaluadas fuerzas políticas. De manera que todo lo que nos digan estos últimos sobre el asunto del virus, al menos en mi caso, no nos lo vamos a creer si no viene certificado por la autoridad científica competente.

Una vez más los papistas han perdido la ocasión de haberse puesto de acuerdo para trasmitir un mensaje que llevara aliento a los ciudadanos, pero su egoísmo nos empuja a cotas más próximas al desánimo y la desesperación que a cualquier otro estado de ánimo. Así que, llegados a este punto, conviene recordarles que no es bueno llevar a nadie a sus límites, pues de ser así sería muestra más de no haber entendido que la historia es la que es, por mucho que alguien se empeñe en cambiarla, y la del coronavirus la conocemos al dedillo, a diferencia de la del "Motín de la trucha", que nos la han contado.