Me contaron, de buena fuente, que hace veinte años un francés viajó a la China. Era delegado comercial de una gran empresa de lácteos y su misión introducir la mantequilla en los desayunos chinos. De mano, le abrieron tantas puertas que bien pensó el francés que aquello era pan comido, sin mantequilla por el momento. Pero, una tras otra, las puertas se le fueron cerrando. Y le abrían otras, y vuelta a cerrar. Dos años padeció el francés las falsas promesas chinas del abre y cierra. Le dio al opio. Y cuando decidió volver a su tierra para someterse a un tratamiento de deshabituación, le llaman de la vicepresidencia china: ¡muestran interés por la mantequilla! Alegría a raudales. Con sus mejores galas, se va el francés al palacio chino, le recibe el guardián y le dice que espere. A la media hora, el ujier reaparece ante el francés con una sonrisa china, le dice en chino que falta póliza china de 20 yuanes en recuadro y que vicepresidente de China hoy partida de golf. Resplandeció en el rostro del francés la ira concentrada de los sans culottes y se largó a la carrera por el centro de Pekín, despojándose de sus elegantes ropas hasta quedar en pelota, y ya, en la plaza de Tiananmen, la lío, se puso a dar mordiscos en el culo a todos los chinos que le salían al paso.

Al caso viene lo del francés después de escuchar los testimonios de personas implicadas en la descorazonadora compra de material sanitario chino. Con el covid-19 al cuello, tuvimos que tragar toda la porquería que tenían acumulada y a precios desorbitados, negociar con comisionistas y distribuidores sin escrúpulos, tragar falsificaciones por doquier, en definitiva, una estafa a la china de marca mayor que asumimos por estar inmersos en otra situación dramática de marca mucho mayor. Y de ello se aprovechó la banda del comercio miserable. No se trata de mantequilla, sino de vidas humanas. Más que nunca está presente la obra de Graham Greene, "El tercer hombre", en estas transacciones del hampa.

Para lo del virus al cuello, no quedaba otra, los chinos tenían la sartén por el mango y las mascarillas. Después de la malsana experiencia, piensa el ciudadano de a pie: ¿qué necesidad hay de mantener un comercio con la gran China? Porque es grande y poderosa, bueno, no se discute, lo será, pero sus productos son lo que son, de la China, y algunos, como vimos, matan.

Hace falta ser idiota para comprar en un súper donde de sobra se sabe que los artículos que ofrecen están pasados de fecha de caducidad, que la etiqueta dice uno y lo de dentro es otro, que el control sanitario brilla por su ausencia y, para colmo, explotan o esclavizan a sus trabajadores.

A no ser, no encuentro otra explicación, que patrióticos y poderosos empresarios medien en el comercio siempre opaco e impenetrable con los chinos y, luego, se lavan la cara gritando que los comunistas chinos fabricaron el coronavirus y nos lo metieron por el alma. Me temo que por ahí van los tiros.