Mayo se despide con mejor tiempo que entró, cargado de nubes veloces y malas estadísticas. Ahora se marcha deprisa, como niña desconfinada, camino de la playa de junio.

Los meses del año tienen nombre de dioses romanos. Nosotros hemos cristianizado algunos, por ejemplo mayo, que la tradición católica le dedica a María, una mujer que al sentir de los creyentes ya nació para diosa, o así nos la presentaron sin quererlo, pero la Iglesia no la reconoce como tal; no es diosa, aunque es la madre de Dios. No les quiero repasar el catecismo que saben como yo, y guardo el que aprendí para la primera comunión un día como hoy hace un puñado de decenas de años. María de Nazaret es la mujer infiltrada en el olimpo de la divinidad; su mérito, como decíamos, es el de ser la madre de un Dios hecho carne, y a mayores picadillo en la cruz, de lo que ella fue testigo. Miren una cosa, no querría la divinidad a cambiado de lo último, tampoco se la regalo, en esa condiciones, ni a mi peor enemigo. Pero casi me atrevo a decir que a María la hemos subido al cielo nosotros. Nada se dice en los evangelios sobre el fin de sus días en la tierra, por lo que en la definición del dogma de la Asunción, se hace constar una perenne y continuada creencia, así como la devoción popular al misterio de la subida a los cielos. De la misma tradición proviene la santa "dormición o tránsito", de la que Zamora es bien devota.

Mayo es el mes de María y viceversa; siempre fue así para nosotros y para innumerables artistas a lo largo de miles de años. Mayo guarda el sentido de fecundidad, esplendor, florecimiento, esperanza de buena cosecha, y agradable clima que los cielos azules diáfanos se encargan de pintar. A eso iba, a la pintura y al arte, donde el catecismo y la teología se desbravan de fórmula retórica para mostrar la fe, la creencia y devoción con mano de artista: pintor, escultor, cantero, escritora o soprano divina. María nos ha acompañado a muchos desde niño, es casi de la familia, pues la devoción nos llevaba a saludarla por la mañana, al poco de despertar, a mediodía con el Ángelus (si no era mucho pedir) y por la noche con el recuerdo al fin del día, igual que das las buenas noches a los tuyos.

Sí, María es nuestra. No voy a ponerme pesado mostrándoles escritura de propiedad que como decía, viene registrándose a lo largo de los siglos por eminentes autoridades intelectuales y artísticas. En Zamora, seguro tuvo mucho que ver en todo esto el monasterio de Moreruela, la primera fundación del Císter en España. San Bernardo, fundador de la orden, era grandísimo devoto de la Virgen y los monasterios de los monjes blancos llevan todos su titularidad. Quienes somos de Tierra de Campos nos alcanza más si cabe la influencia del cenobio, tanto por el dominio territorial como por el contagio cultural de la comunidad allí instalada. Hablo de mi; nací en una casa donde había una talla antiquísima, en madera, de San Bernardo, casi con toda seguridad proveniente de Moreruela, en los convulsos tiempos de la desamortización; o sea que estoy también ligado al santo personaje porque fue testigo de mi primer llanto al venir al mundo. Hablando de llanto y devoción, escucho la Salve que canta el pueblo: " Dios te salve... a ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas?"; confieso que siempre me pareció este versículo demasiado trágico, pero últimamente, desde la cumbre de la estadística siniestra de la pandemia he visto, como pocas veces, ese valle de nuestro vivir lleno de dolor y lágrimas, de impotencia, aunque también de arrojo y generosidad. Los creyentes se agarran a esa plegaria frente a la adversidad, como en otras situaciones terribles lo demostraron en campos de concentración, al decir de un hombre nada sospechoso de beatería como Jorge Semprún que padeció "in situ" con ellos, y otros, puede que menos esperanzados. Otro insigne polígrafo, Dámaso Alonso, director que fue de la Real Academia de la Lengua y Premio Cervantes, escribe (en plena guerra mundial) unos versos, con buscada hipérbole poética, que parecen proféticos ante lo que ahora está pasando en la capital de España y el resto del mundo:

" Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)/ A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro.../ y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma, por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid/ por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo?".

Es el comienzo de un libro "Hijos de la ira", crucial en la historia de la poesía española del siglo XX. Versos, que al decir del crítico G.G Brown: "No contenían ninguna denuncia concreta, ni política, ni social, ni metafísica, pero eran como un ronco grito de horror inspirado por el espectáculo del mundo tal como Dámaso Alonso lo veía, en 1944, un espectáculo que, como él mismo ha dicho, le hizo sentir bruscamente repugnancia y cansancio ante los elegantes ejercicios estéticos". Pues bien, en este libro, lleno de angustia y desesperación, incluirá el autor, años más tarde, un poema como broche de esperanza, un poema titulado: "A la Virgen María", que pone al final del libro, y aquí me valgo de un fragmento para cerrar y justificar el encabezado del artículo:

"Qué dulce sueño, en tu regazo, madre ,/ soto seguro y verde entre corrientes rugidoras,/ alto nido colgante sobre el pinar cimero,/ nieve en quien Dios se posa como el aire de estío en un enorme beso azul, oh tú, primera y extrañísima creación de su amor? Virgen María Madre, dormir quiero en tus brazos hasta que en Dios despierte".

Mayo es la poesía de la teología, música del campo florecido, paleta natural de la pintura, aroma de la tierra iluminada y fecunda.