De un tiempo acá martillea en mi cabeza una antigua tradición hebrea que, sin duda, muchos de ustedes conocen. Sucedió hace más de 2.000 años. Tenía lugar durante los días de la expiación y consistía en un curioso ritual durante el cual el Sumo Sacerdote colocaba sus manos sobre la cabeza de un chivo al tiempo que recitaba los pecados del pueblo para transferirlos a la cabra. Después se arrojaba al animal desde una sima y con su muerte la comunidad quedaba libre de culpa. El mecanismo mental era muy simple, tan brutal como ingenuo, y según mi amigo el psicólogo es innato a la naturaleza humana.

Sucede que el hombre tiende al equilibrio. La experiencia diaria evidencia que todos tratamos de justificar la propia conducta en mayor o menor medida, y eso por más indecente que sea. Es como si tuviésemos una necesidad imperiosa de sentirnos coherentes y razonables, de "tener la conciencia tranquila" que se dice, sin embargo, hay momentos en los que el simple razonamiento no basta para justificar los propios actos y entonces habrá que buscar culpables sobre los que descargar la frustración que tal situación produce o, como dice mi amigo, cabras que sacrificar. Ocurre en las situaciones extremas.

Si un individuo, por poner un ejemplo, lleva meses sin trabajo y sin posibilidad alguna de encontrarlo no podrá dar una paliza al sistema económico, que seguramente es lo que le apetecería, ni una patada en el culo al ministro de turno por muy grandes que sean las ganas pero sí puede, en cambio, encontrar un colectivo o grupo cercano sobre el que descargar su agresividad. No importa que sea inocente. De lo que se trata es de encontrar un chivo expiatorio que cargue con la propia rabia.

Es curioso. Sucedió la otra noche. Sentado frente al televisor, escuchaba el análisis que diferentes políticos hacían de la situación planteada por COVID-19 y de pronto me vino a la cabeza aquella antigua tradición hebrea. Sí, porque sus respectivas intervenciones, por encima de insultos y acusaciones de gravedad extrema, no mostraban otra cosa que el miedo a asumir la propia responsabilidad. Sentí náuseas. A la ausencia de autocrítica que caracteriza a todos los partidos, y a la que tan acostumbrados nos tienen, se unía esta vez la desvergüenza de intentar rentabilizar la pandemia arrojándose los muertos a la cara con una arrogancia y soberbia insultantes, como si este proceder macabro ayudase en algo a la ciudadanía a la que se deben. Pero esto, por increíble que parezca, no fue todo.

En el colmo del dislate, cierto/ a presidente/ a de una Comunidad Autónoma especialmente castigada por el coronavirus acusó al Gobierno central de la nefasta gestión de las residencias de mayores durante el Estado de Alarma. No entraré en detalles ni daré nombres. Sólo diré que el tal o la tal tuvo el descaro de convertir en materia de acusación justamente aquello que debiera formar parte de su confesión porque la gestión que criticaba es competencia de la consejería de Sanidad del Gobierno que ella misma preside... ¡Sencillamente alucinante!