Ella moraba en un palacio adosado a la parte interior de la muralla, lindando con la puerta arqueada que ahora lleva su nombre. Yo vivía al otro lado del muro, a muy pocos metros, en una modesta vivienda que miraba hacia la Puerta de la Feria. Ambos éramos niños cuando se daban esas circunstancias, en las que apenas sabíamos nada de lo que la vida nos tenía reservado. Mientras ella empleaba su tiempo en aprender a bordar y recibir lecciones de Trívium, que constaba de gramática, retórica y dialéctica, yo iba a la escuela de "Los Bolos", a preparar el ingreso en el Instituto.

Junto con mis amigos, que eran muchos, pasábamos ratos de asueto peleando con escudos de cartón y espadas de madera, en los alrededores del Arco de Doña Urraca: unos defendiendo la muralla y otros atacándola. Casi siempre ganaban los que la defendían, porque el ocupar la parte alta de las almenas, daba mucha ventaja. Mientras, ella, que ya apuntaba maneras, intervenía en las discusiones familiares, llevándole la contraria a sus hermanos Sancho, Alfonso y García, haciendo gala de ser la primogénita además de la más capacitada de los cinco hermanos para exponer cualquier idea.

Fuimos creciendo, y en llegando la adolescencia, ella fijó sus ojos en Rodrigo, hijo de Diego Laínez, gran amigo de su padre, y aun cuando él también sintiera el despertar de los sentidos, lo cierto es que lo que pudo haber sido una apasionada historia de amor se quedó en una sincera amistad, de la que quedó solo el recuerdo de aquella mirada cruzada, cuando ella le calzó espuelas de oro en Santiago de los Caballeros. Para entonces yo ya había dejado de leer los "chistes" (Así se llamaban en Zamora los comics) del "Guerrero del antifaz" y, consecuentemente había dejado de actuar como aquel noble cristiano que se pasaba la vida luchando contra los moros para demostrar que no era hijo de Ali Kan, un pérfido reyezuelo que, antes de nacer él había secuestrado a su madre, la condesa de Roca.

Urraca intervenía en los debates de la Corte, defendiendo con vehemencia sus puntos de vista sobre la forma en que su padre debía gobernar reinos y taifas, aun siendo consciente que, por el hecho de haber nacido mujer, nunca iba a ser su sucesora al trono. De manera que mientras ella intervenía en cuestiones de estado, allá en el siglo XI, yo, nueve siglos después, me entretenía jugando al fútbol, en un tramo de la calle, pegado a la muralla que protegía su palacio, lo que no era óbice para cuando algún balón rebosaba la altura del muro, cayendo al otro lado, me prestase voluntario a recuperarlo, parlamentando con los dueños de la posada en que se había convertido su palacio. Era en aquellos momentos, en los que iba a recoger el balón, cuando no podía por menos de imaginar su figura y larga cabellera paseando altiva por el adarve de la muralla acompañada de su ayo, a la sazón alcaide de Zamora, el noble Arias Gonzalo.

Cuando el rey Fernando hizo testamento, pensó no dejar ninguna de sus posesiones a Urraca y Elvira, y repartir reinos y taifas entre los tres hijos varones. Pero Urraca se hizo valer, y exigió lo que por derecho le venía a corresponder, aunque no fuera tanto como llegara a merecer, pero sí lo suficiente como para quedar satisfecha. Así recibió la ciudad de Zamora, por entonces un bastión de alto valor económico y estratégico, además de la gestión de los monasterios, que era "cosa de mujeres".

Por entonces ya se habían separado nuestras vidas, pues cuando Fernando hubo fallecido y Urraca regresó a su amada Zamora, como Señora de la ciudad, yo ya había salido de aquí en post de intentar mejorar mis conocimientos y encontrar algún trabajo en alguna parte.

El hecho que Sancho, hubiera desterrado a su hermano Alfonso, Rey de León, tras haberlo derrotado, y haber usurpado el reino de Galicia al débil García, que no debía tener arrestos para nada, no impidió que Urraca, cuando Sancho montó su campamento en las afueras de Zamora para exigirle la entrega de la ciudad, le dijera que "verdes las habían segado", pues ella, la Señora, no estaba dispuesta a comportarse como su débil hermana Elvira. Y, además, todo el mundo sabía de su predilección por el defenestrado Alfonso, que, a diferencia de Sancho, resultaba ser más político que guerrero en un tiempo en el que el ejercicio de las armas era entre nobles y reyes lo más cotidiano.

Tras la conocida historia acontecida entre Bellido Dolfos y el monarca sitiador, en la que Sancho perdiera la vida, fue Alfonso, el preferido de Urraca, quien llegó a ceñir la corona de los reinos de Castilla y de León, dejándolos unidos como sucediera en tiempos de su padre, el rey Fernando. Quiere esto decir que la historia varió sustancialmente a partir del momento en el que Urraca plantó cara al acaparador Sancho, importándole un bledo que estuviera flanqueado por los temibles Diego Ordóñez y Rodrigo Díaz de Vivar, que contaban por victorias las batallas en las que habían participado.

De manera que Urraca - para los zamoranos "su Reina"- continuó siendo fiel consejera de su querido hermano Alfonso, quien tomó la ciudad de Toledo y otras importantes plazas. Eso sí, su vida transcurrió sin conocer varón, pues a pesar de sus indudables encantos y destacada formación e inteligencia, o quizás precisamente por eso, infundiera cierto temor a sus pretendientes. Y es que, si nos situáramos en aquella época, nueve siglos antes que yo participara en las "batallas" infantiles que sucedían en las inmediaciones del Arco de Doña Urraca, no resultaría difícil deducir que amedrentara a quienes, con toda probabilidad, no le llegarían intelectualmente ni a las calzas.

Urraca, Señora de Zamora, se sentía zamorana, pues uno se siente del lugar donde transcurre su adolescencia, y de haber vivido ahora, sería, sin ninguna duda, una firme feminista a prueba de bomba, sin pancartas ni demagogias, y muy probablemente una gran política, importándole un carajo aquellas fakes news de su época que rezaban había tenido amores con el noble Arias Gonzalo.