El piso donde vivo, como el de la mayoría de los españoles, forma parte de un bloque de viviendas. A su lado existe otro bloque, y otro enfrente, y otro un poco más a la derecha, y otro más hacia la izquierda, de manera que si te asomas a la ventana observas que estás rodeado de grandes masas de ladrillo y cemento. En mi caso, el espacio existente entre ese grupo de edificios lo ocupa una zona peatonal que cuenta con un mínimo jardín. Por las tardes, cuando se aproxima la hora de aplaudir, unos minutos antes de las ocho, me he ido asomando para cumplir con ese ritual que las circunstancias imponen. En la medida que han ido pasando los días, he observado que cada vez es menos la gente que participa. Ignoro si será porque, al poder salir a la calle, la gente prefiere dar un pequeño paseo, o quizás porque nos vamos cansando de repetir el mismo ritual.

Dos meses es mucho tiempo para permanecer encerrados en uno de esos bloques, de manera que el que más y el que menos se ha organizado de otra manera, aprovechando la ventaja que ofrece la desventaja de permanecer recluido. Todo el mundo hace cábalas sobre cuándo podrá salir a pasear con normalidad, aunque solo sea para observar cómo se mueve la vida, para notar que el tiempo no es solo una medida, como el espacio o la velocidad, sino un bien muy preciado. Pero el maldito virus nos está limitando, porque no ha dicho todavía que forme parte del pasado. Miro de vez en cuando por la ventana, aprovechando para respirar un aire distinto al que existe en el interior de la vivienda. Desde ese mirador puedo observar cosas que me llaman la atención; una de ellas es la proliferación de perros, cuyo número, desde que se produjo la declaración de cuarentena ha ido aumentado de manera sorprendente. Antes de la pandemia, cuando me asomaba para echar un vistazo, apenas veía alguno. Ahora, rara es la vez que no me encuentro cinco o seis canes acompañados de sus dueños. Como soy consciente que estos animales no se reproducen por generación espontánea, me he preguntado qué es lo que habrá pasado para que, en tan solo unas semanas, haya aumentado su presencia de manera tan notoria.

Nunca he tenido un perro a mi cargo, aunque los haya disfrutado en momentos puntuales, porque siempre hay algún amigo que tiene alguno. Desconozco cuales son las razas que más proliferan por estos pagos: sus características, aspecto y tamaño. Digo esto porque no sé si los perros que corren por aquí son los mismos que veía antes de declararse la pandemia, o si coinciden los del turno de mañana con los de la tarde, o si siempre son los mismos y son sus cuidadores quienes van rotando. El aspecto de los canes me cuesta conservarlo en la menoría, no así el de los humanos, lo que me ha permitido comprobar que muchas personas de las que ahora los pasean son diferentes a las que veía antes de la pandemia.

Me cuesta creer que haya sido el virus el que haya provocado esta especie de generación espontánea para que estos animales se hayan reproducido de la noche a la mañana. De manera que algunas circunstancias han debido variar. Puede que una de ellas sea que la gente que los pasea ahora no es la que vive en el barrio. Aunque no nos conozcamos por nuestros nombres, resulta fácil identificamos entre nosotros: el carnicero, el abogado, el que se sienta a tu lado cuando coges el autobús, el funcionario de hacienda, o esa antipática vecina que no da los buenos días cuanto te la cruzas en el portal, y éstos que ahora aparecen por aquí no encajan en el inventario.

Pero cuando uno finge largo tiempo se expone a ser descubierto, y eso es lo que ha debido pasar ahora. Porque es evidente que una parte de los paseadores de perros han cambiado sus hábitos y otros se han ido turnando o aprovechando para salir fuera de los límites que les han sido marcados por las autoridades sanitarias. Y eso no está nada bien, menos aún en circunstancias en las que predomina el silencio que impone la preocupación.

Esos incumplimientos no resultan defendibles por mucho que se intente vestir al santo, porque, mientras otros colectivos, como el de los niños y el de los mayores, han permanecido encerrados en sus casas, entendiendo que el mundo se encuentra ante una realidad entre tinieblas, un buen puñado de los paseadores de perros se han fumado y se fuman un puro con las pautas que le han sido marcadas.

Cuando alguien se salta las reglas y observa que no ha sido amonestado por ello se las vuelve a saltar, aunque a quien así esté actuando no le resulte imprescindible hacerlo. De hecho, ha habido, y hay, otros colectivos que, por razones no precisamente ejemplares, se han saltado también las limitaciones, como grupos de gente que participan en botellones o celebraciones. En Zamora, parece que Valorio, Los Tres Arboles y La Aldehuela han sido escenarios de ello.

Comentar estos hechos no es cosa de miedos, ni de aprensiones, simplemente un deseo de significar que el espíritu colectivo debe primar siempre en cualquier sociedad, y más aún en las circunstancias por las que ahora pasamos. Cierto es que hay gente que, dejándose llevar de las caricias engañosas que trasmite la ilusión y la esperanza, cree que está próximo el final del problema y en tal circunstancia se muestra poco tolerante a la hora de admitir demoras. Pero lo cierto es que este virus ha quebrado la existencia de los más débiles, que en tiempo normal habrían visto prolongada su existencia, y que el resto de la población no sabemos en qué situación quedaremos cuando esto haya concluido.