Una de las características de los estados de crisis es la sensación de vértigo que supone el ser conscientes de que muchas cosas ya no podrán ser como eran y que, por tanto, nos veremos abocados a una realidad de la que no tenemos todos los parámetros para poder adecuarnos. Y eso produce temor a lo desconocido, máxime cuando el estado de crisis no tiene parangón con épocas anteriores. Porque el asunto no es que estemos atravesando una pandemia y de ahí la crisis, sino que la pandemia se ha venido a unir a una crisis tremendamente grave que ya apuntaron, ¡hace cuatro años!, Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni al plantear que, allá por 2016, el mundo estaba inmerso en una crisis económica, social, democrática y personal que, a diferencia de la ocurrida en 1929, o tras la Segunda Mundial, tenía un componente diferente trascendental: ahora no se trataba de una interrupción de nuestro modelo de vida para volver a lo de antes, sino de una transición a un cambio permanente. Claro, si en este contexto aparece una pandemia de extensión mundial y de control aún lejano, entonces la sensación de estar ante un abismo se hace casi insufrible.

En este estado, una de las primeras cosas que aparecen son los neologismos, esas nuevas palabras o expresiones con las que aludir a realidades o sensaciones nuevas y que en los primeros estadios de introducción ni siquiera está perfilada en su totalidad su definición. Desescalar, distancia social, o nueva normalidad se incorporan a nuestro vocabulario y se suman a otras como COVID-19, PCR, EPI, ERTE, o la por muchos jamás oída Clamaba Juan Ramón Jiménez "¡Intelijencia, dame/el nombre exacto de las cosas!/ Que mi palabra sea la cosa misma,/creada por mi alma nuevamente". Porque, en definitiva, la palabra no solo nos permite expresar realidades, sensaciones, deseos, o estados de ánimo, sino que a través de ella conseguimos captar la realidad y, sobre todo, sentir que la controlamos, que la aprehendemos.

Y así un día tras otro oímos o decimos lo de la nueva normalidad, que no sabemos muy bien qué es, pero cuyos perfiles no parecer ser tranquilizadores: paro, inflación, deuda pública, mascarillas, control de fiebre, contagios, y un largo etcétera que en muchas ocasiones resulta demoledor.

Pero sea cual sea esa nueva normalidad, lo que es evidente es que no tenemos más remedio que adentrarnos en ella, vivir en y con ella, porque esa nueva normalidad se va a convertir, se está convirtiendo ya de facto, en nuestra vida. Y llegados a este punto va a ser imprescindible que no nos limitemos a dar soluciones viejas a situaciones nuevas. No estamos en una mera transición para volver al punto de partida, sino en una transición hacia una novedad que no sabemos qué reglas tiene, por lo que necesitaremos imaginación para esta nueva andadura en la que cada uno de nosotros seremos como los viejos descubridores que se lanzaban a un mundo desconocido con unas cartas de marear que de poco servían y que había que ir rectificando sobre la marcha.

Ya he escrito en estas mismas páginas la necesidad de que nos soñemos cómo queremos ser y, sobre todo, con quién queremos hacer el viaje de nuestra nueva normalidad, pero ahora quiero hacer hincapié en la necesidad de que en la construcción de este nuevo tiempo hagamos uso de una de las facultades más distintiva del ser humano, la capacidad de imaginar, la creatividad. No es suficiente con que intentemos adaptarnos a lo que venga, ni que busquemos en nuestra experiencia pasada recursos para reconstruir nuestra vida y mucho menos que nos quedemos en un que sea lo que Dios quiera; ahora debemos ser imaginativos en la reconstrucción de nuestra vida y en la resolución de los problemas que nos acecharán, porque, en mi opinión, la nueva normalidad no es un trasiego a regresar a la normalidad que teníamos, sino que en realidad vamos a una nueva forma de vida que tendrá sus luces y sus sombras, pero que será distinta y que, por tanto, requeriría posturas y actitudes novedosas para que no nos quedemos enrocados en lo que fue y ya no será y con ello entristecidos por lo perdido.

A mediados del siglo pasado, el personaje Trancredi de la novela El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, hacía célebre esta frase: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie". En ella se encierra una forma de vida, y de hacer política, consistente en hacer cambios aparentemente originales y revolucionarios, pero que solo cambian lo superficial dejando inalterable lo esencial.

Gran error me parece si nos dejamos llevar por el lampedusismo y no somos capaces de aprovechar esta nueva realidad para cambiar las estructuras profundas de nuestra vida y de nuestra sociedad con planteamientos más ingeniosos que los hasta aquí realizados para que nuestro mundo sea más amable y nuestra vida más auténtica.

Y convendría que nuestros políticos también se apuntasen a la creatividad y la imaginación y abandonasen sus viejos planteamientos decimonónicos de luchas por la supervivencia personal para contribuir a que podamos desarrollar nuestra imaginación, o al menos no ser un lastre para nuestra nueva normalidad.