Permitan que vuelva a darles la brasa con la pintura, así, mientras desayunan, no se les enfría la tostada. Vuelvo al museo del Prado desde que lo dejé, entre lágrimas, cuando hablábamos de la pasión de Cristo. Hoy vamos a entretenernos con obras llamadas en su día "de género", o también de 'género menor' frente a otras de carácter historicista o mitológicas. Se trata de la "naturaleza muerta y el bodegón": cuadros de comida con frutas, hortalizas, menaje, y en ocasiones mostrando animales muertos para cocinar. Lo bueno del museo del Prado es que puedes entrar en la cocina del mejor palacio o en una cueva sevillana del siglo XVII donde niños de la calle comen como peor pueden ( Murillo)

La pinacoteca es un espacio donde se conservan los bodegones, lo cual no deja de ser redundante, porque tal es el sentido de la bodega: conservar y curar. Por lo general la pintura antigua tiene genes de longevidad aunque precisa de personal especialista-conservador del que El Prado está muy bien servido con caballeros y sabias damas.

El Prado: "Alacena del día, bodega del tiempo". El mundo está allí puesto como si fuera el álbum de Dios que todo lo ve. El banco de alimentos del alma. La despensa del espíritu que se nutre del buen gusto.

Hoy quiero que miren conmigo lo que está pintado para la pitanza.

Con estos días tan caseros a la fuerza, las redes sociales te ponen ante los ojos infinidad de bodegones efímeros: tartas, bizcochos, suflés, empanadas, roscones, menestras, potajes, etcétera: escaparate de nuestra alma a través del cuerpo, retrato del cuerpo desde el estudio fotográfico de la cocina. Y escaparate fue en su día el significado de los cuadros de bodegón; exhibir en casa de uno lo que en otras escaseaba.

El bodegón se remonta al Egipto de los faraones, incluso mucho antes, en las pinturas prehistóricas, con un hombre encaramado para coger la miel de una colmena silvestre.

Todas las culturas demostraron su poder y fuerza con armas pero también exhibieron su músculo, en mayor o menor medida, con las viandas, véanse los frescos y mosaicos de Pompeya y Herculano, verdaderos alardes del poder culinario, paralelo al guerrero, del pueblo que lo pinta.

El bodegón español, aún en los mejores tiempos de nuestro imperio, no se distinguió por mostrar despensas suculentas. Velázquez, el pintor de "La rendición de Breda" -el mejor cuadro bélico de la historia que retrata un armisticio con altura de miras y ninguna soberbia- nos legó un bodegón en la antítesis de la propaganda militar; se trata de "Vieja friendo huevos", que por cierto no está en el Prado. En otros cuadros pone bodegones insertados como parte del tema (Marta y María) pero esa fritura sin sartén, esa cazuela de barro, igual que el de Pereruela, define otra España de retaguardia que sufre, calla, cocina y reza. Por entonces, una artista flamenca, llamada Clara Peeters, pintaba bodegones mucho más aderezados y suculentos, acompañados de menaje repujado en plata: los Países Bajos se subían a las barbas de sus dominadores, los españoles, armados de cubiertos de cocina, ya que no podían, de momento, con las armas de la guerra.

En el Lazarillo de Tormes se deduce que algunos nobles arruinados no tenían otro almuerzo que pichones y quesos pintados, algo que a Don Alonso Quijano nunca le faltaba: " Una olla, de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres cuartas partes de su hacienda".

Dicen que somos lo que comemos, y es verdad, porque comemos lo que queremos ser: gente satisfecha, pues la comida compite con los apetitos humanos más despiertos.

La gula es uno de los pecados capitales, pero en los conventos se comía bien, sin que faltase ayuno y abstinencia, algo muy saludable para la dieta. No es de extrañar que uno de nuestros mejores pintores de bodegón fuese Fray Juan Sánchez Cotán, y otro a su altura: Zurbarán, que pintó para frailes mayormente.

En El Quijote no es asunto menor la comida, pues ya en el comienzo se habla de ella, y luego basta con recordar al "reportero" Cervantes contándonos, en las bodas de Camacho, con todo lujo de detalles, el banquete nupcial.

El bodegón, la naturaleza muerta, es la sublimación de nuestro apetito insaciable, la tapadera de hambrunas, la pintura de un derecho elemental, el retrato de un vicio: la comida. Los grandes chef que presumen de hacer obras de arte en la paleta-encimera de la cocina no hacen más que bodegones en tercera dimensión, y a veces ni eso porque cuesta encontrar lo que hay en el plato, donde suele haber más literatura que comida, al igual que en muchas botellas de vinos caros que te venden con inflada prosa poética.

Pero el bodegón ya no existe desde que desapareció la fiambrera, el botijo, la escuálida botella de mil usos, y el huerto familiar. Cuando estaba muerto el tema, o mejor, cuando el inventario de la cocina fue también objeto de diseño, de modernidad y experimento -por lo tanto no vendible en ferreterías- Morandi pinta bodegones del menaje elemental, antiguo, con una simpleza atrayente, franciscana, pero con colores terrosos de sepultura. Antes, los cubistas vieron en aquel llamado "género menor " un filón para vender, mientras le aplicaban el tiralíneas conceptual a todo lo que se ponía al alcance. Pero sus bodegones son lo más suave y agradecído de su estilo, de por sí anguloso, lleno de esquinas. Por eso Braque, Picasso, Juan Gris...hicieron bodegones cubistas estupendos, para no morir de hambre.

Después no interesó tanto el tema porque tras la Segunda Guerra mundial mejor no hablar de lo que escaseaba, hasta que la recuperación de la gula y del mal gusto por la comida envasada explota en los botes de sopa clonados de Andy Wharhol. Y ahí seguimos, con los museos llenos de cartas de comida para Obélix pero también para Mortadelo y Carpanta.

Ya se lo decía al principio; en el Prado se conserva bien todo, hasta la comida de tiempos lejanos. En otros museos, de pintura contemporánea, con cuadros de todo tipo de ungüentos y materiales, con técnica mixta -o sea desconocida, o sea sin fórmula testada- la restauración es un trabajo caro, como la carta de sus restaurantes, muy fashion y poco más. En uno de los mejores museos de pintura del norte de España, tras darme un banquete estético fenomenal, me pusieron la peor tapa deconstruída que me pude llevar a la boca. Mal final para un menú de retratos clásicos y finas bandejas.

La vida es así. El postre puede fastidiar la comida. Y el restaurante de un museo la visita. En esto El Prado ha mejorado mucho, tanto es así que gracias a que almuerzo dentro, cojo fuerzas para seguir mirando.

Si gustan de mirar con apetito estamos invitados; mirar es gratis en estos tiempos en que no puedes pisar la calle, pero sí virtualmente la pinacoteca, cuyo nombre, tan sencillo y ecológico, ya es bello: El Prado.