El tema para este encuentro me surgió cuando, en estos días, hablando virtualmente con compañeras profesionales de la educación más especial que existe, una de ellas, Blanca H. directora de un centro comentaba: "En mi cole cuando los niños pasan a Secundaria nos llegan muy heridos emocionalmente. Su autoestima ni la encontramos. Se creen inútiles, cualquier tarea que les planteamos les parece un mundo y suelen decir: no sé, no me sale, no puedo, pero si ahondas un poco y buscas en su interior descubres a personas increíbles. No se las ha escuchado, han pasado desapercibidas, pero las han etiquetado y eso ha provocado que se crean los nadie". Evidentemente, estábamos hablando de la atención a la diversidad, pero un pensamiento me surgía como profesional de la educación ordinaria - fíjense ustedes en la paradoja de educación ordinaria frente a una educación especial - era la idea de la herramienta educativa que estas profesionales usan a diario: el acompañamiento emocional. Así que, en este periodo de crisis pandémica creo que la mejor labor que podemos hacer con los hijos es justamente esa, acompañarlos emocionalmente.

Sin embargo, acompañar las emociones de los hijos suena muy bien, pero no es una tarea fácil para los padres; primero, porque el control emocional está muy influenciado culturalmente, veamos por ejemplo la cultura japonesa, donde hasta la sonrisa es señal de falta de control emocional y, segundo, porque requiere conocer el proceso emocional y los fundamentos neurocientíficos del mismo; requiere entrenar ciertas pautas de interacción con los hijos y requiere trabajar el propio mundo emocional como padres. Ahí es nada, pero, sin duda, merece la pena. Estudios como el del Psicólogo John Gottman muestran cómo padres que habían realizado un acompañamiento emocional de sus hijos de cinco años después de tres años, estos mostraban mayores habilidades sociales, menores niveles de estrés y mayor rendimiento en matemáticas y lectoescritura. Así que merece la pena señalar algunas pautas de apoyo a los padres para "acompañarles" también a ellos en el acompañamiento.

En primer lugar, es necesario saber que nuestro cerebro no está hecho para obedecer. No responde a comandos u órdenes racionales. Pretender que la mayor parte del cerebro sea obediente mediante la razón, simplemente, no es posible por la estructura del encéfalo. Como señala el psicólogo canadiense especialista en emociones Greenberg, emociones y estados de ánimo son parte del funcionamiento humano y no pueden ser suprimidos ni evitados total y voluntariamente. A pesar de ello, los padres se empeñan en que sus hijos controlen sus emociones como señal de madurez y de adultez y lo que quizá no sepan es que la verdadera fortaleza que perdurará a lo largo del tiempo proviene de la integración de la razón con la emoción, no del control de la emoción mediante la razón. Empeñarse en el control e ignorar los sentimientos de niños o adolescentes no los disuelve ni los resuelve, recuerdo que nos decía en la carrera el profesor Jódar, sino que precisamente cambian cuando pueden hablar sobre ellos, les ponen palabras y se sienten entendidos y calmados por el confort y la atención de los padres. El hijo, independientemente de la edad, verá a los padres como aliados en el reto de dar sentido a su mundo interior. Hablo de los hijos, porque es el tema de este encuentro, pero para nosotros, adultos, es lo mismo. Necesitamos generar significado de lo que sentimos y lo hacemos a través del encuentro con el otro, ya sea pareja, amigo o terapeuta. Ese es el proceso que mejor conduce a una socialización sana y a la construcción de valores sólidos. Los padres son responsables de que sus hijos no se expresen de espaldas a lo que sienten.

En segundo lugar, es necesario saber que las emociones son una oportunidad para construir intimidad, para conectar con los hijos, lo que implica compartir experiencias que hacen daño a ambos, como puede ser el dolor o la tristeza; no te asustes por la tristeza de tu hijo, no se la evites, si lo haces, tu hijo la evitará también. No se trata de decir: "¡Ah, no es nada!", "¡no te asustes!", si solo les decimos eso, no estamos reconociendo la necesidad de seguridad que nos reclama. Si les decimos, por ejemplo: "¡pero bueno, si ya eres mayor para llorar!", "pero ¿cuántos años tienes?" aunque sea con cariño, estaremos juzgándolo, no estaremos validando la emoción. Validamos cuando como padres usamos expresiones como: "es verdad, es triste que X no te haya salido bien", "es horrible que otros te digan que nunca podrás estar tranquilo porque podrás contagiarte", "la gente lo pasa mal cuando no puede salir en todo el día", etc. ¡Ojo! en la adolescencia, porque fuerza y competencia están en juego y solo podemos compartir la tristeza o el dolor si somos invitados explícitamente a ello. Si nos acercamos demasiado, o les exponemos a su propia debilidad puede ser que se sientan heridos y eviten el contacto.

Por último, es necesario saber que las emociones de los hijos no son un espejo de las emociones como padres; a veces la empatía es tan grande que es difícil mantener con claridad la separación entre lo que los hijos están viviendo y lo que uno como padre o madre experimenta y esto no juega a favor de los padres. Por ejemplo, el hecho de que el padre o la madre esté sufriendo, no significa que le hijo lo haga también, pero a veces las experiencias emocionales adultas son tan intensas, que se trasladan a sus hijos de modo que oyen su propio dolor a través de ellos; sin embargo, no se habla de ello y es necesario hacerlo. Explorar cómo puede uno resultar sobrepasado por el dolor o por el enfado es fundamental para la madurez emocional de los hijos. Se trataría de ver a los propios hijos como a otros adultos.

Así pues, señores, somos seres emocionales más que racionales, necesitamos promover relaciones de conexión y amor fundamentadas en la escucha profunda de las emociones propias y de los nuestros; aprovechemos este tiempo de confinamiento en el hogar, y el que venga después, que tampoco será fácil, para acortar distancia, no sólo física mediante gestos afectuosos, sino también emocional. Es en la familia donde las lecciones emocionales más importantes son aprendidas. El colegio o el instituto, en este sentido, solo puede apoyarlas, pero de eso hablaremos en el próximo encuentro.