Me llaman COVID- 19. Soy un recién llegado y apenas tengo biografía, pero con tiempo más que de sobra para haber llegado hasta el último rincón del planeta. Sucede que pertenezco a la familia de los coronavirus y, fiel a nuestra condición de trotamundos, no he dejado de vagar desde que a finales del pasado año se diagnosticaran los cuatro primeros casos de una neumonía desconocida en un mercado de Wuhan, en la provincia china de Hubei. De nada ha valido que la OMS haya declarado el estado de pandemia ante la contundencia de mi expansión, de nada el confinamiento a cal y canto de millones de personas o el cierre de fronteras. Soy irreductible. Nadie escapa a la violencia de mi pegada, se me mienta con voz queda y a mi paso todos tiemblan.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención es que, salvo casos muy contados, mi llegada ha pillado por sorpresa a quienes tenían la obligación de prever los medios para paliar sus efectos. Créanme, no salgo de mi asombro.

Pero, ¡cómo es posible que los gobernantes no advirtieran que mi aparición entre ustedes era cuestión de tiempo! Y si lo hicieron, ¿por qué no adoptaron medidas? No sólo miraron para otro lado sino que hubo gobiernos, incluso, que durante años y haciendo oídos sordos a la críticas de la comunidad científica internacional recortaron las partidas presupuestarias allí donde más daño podían hacerme, esto es, en investigación, sanidad, servicios sociales o educación. No hablaré de líderes ni de formaciones políticas. Me niego a entrar en una dinámica de confrontación para la que no estoy preparado y, mucho menos, a exigir responsabilidades. Yo tan solo soy un coronavirus y si estoy aquí es para dejar constancia de unos hechos y, si acaso, para mostrar mi asombro ante la desfachatez de algunos. Sí. Estoy perplejo. Los gobernantes siguen sin entender que el destino de las naciones, o la paz social, si ustedes prefieren, no depende tanto de los mercados financieros o de la fuerza de los ejércitos como de su capacidad de lucha contra las pandemias.

Acabo de llegar y desde entonces el mundo está patas arriba. En un abrir y cerrar de ojos esa línea apenas perceptible que separa la normalidad del caos y que tan sólo hace unos meses parecía inamovible ha saltado hecha añicos por los aires dejando un espectáculo desolador. Infernal. Como el que corresponde, supongo, al final de una era. Sin embargo, el mundo ni empieza ni acaba con el COVID-19.

Yo pasaré, de esto no les quepa ninguna duda. Así ha sido siempre y así será esta vez, pero permítanme que les diga que mientras los políticos no cambien sus prioridades en el ejercicio de su función pública la situación volverá a vivirse cada cierto tiempo como ustedes la viven ahora. Con angustia. Con desconcierto. Con igual dolor y el mismo duelo.