Dice Joaquín Sabina en un verso de su canción Agua pasada que "lo malo del después son los despojos".

Vivimos desde hace unos meses instalados en el paraíso del miedo. Confinados bajo un estado de alarma o de excepción quizá. Secuestrados de nuestras libertades bajo las alas negras de la pandemia, por culpa de un virus al que no habíamos convidado a esta fiesta de la vida y que nos ha amargado, tiñéndose de difícil el futuro, no sé si cercano o lejano.

Son tiempos para planes cortoplacistas, no más allá de mañana. Tiempos para repensar la vida y reflexionar que hemos tocado fondo en esta sociedad muy infantilizada y sin rigor ni actitud crítica ante el precipicio del abismo. La felicidad es la ausencia del miedo. No somos felices. Sólo el miedo puede derrotar la vida, arruinarnos como seres humanos.

La pandemia nos ha paralizado a todo el planeta, nos ha dejado estupefactos, eso es lo que significa etimológicamente miedo, una obsesión que nos supera, que nos da pavor. El miedo es como el virus, crece de forma virulenta en nuestro organismo, en nuestro interior si no lo sabemos combatir. Como dice el profesor Díaz Prieto "ese virus penetra hasta el fondo de nuestro ser, el yo tiende a disgregarse, la personalidad se cuartea y empezamos a vivir en un estado de irrealidad próximo a la esquizofrenia".

En Zamora, en España, en todo el mundo la epidemia vírica se acercó con su olor a muerte y desolación, dejándonos a la intemperie frente a las murallas de la ciudad cuando la primavera asomaba por el Duero.

¿Para qué han servido estos años de revolución tecnológica, de redes sociales, de colectivos híper conectados, de sobredosis de información si todo ello nos ha conducido a un apoteosis de emergencia y miedo colectivo? Este miedo nos llevará a la angustia cuando nos abran las puertas de la casa y se cierren las ventanas y los balcones, llegará la ansiedad y la melancolía de lo que fue y ya no es. Entonces los aplausos serán silencio.

Entonces "Nec Spe, Nec Metu", ni habrá esperanza ni habrá miedo, pues estaremos ateridos de frío y de tristeza en el solar arrasado de la desnudez. No habrá nada.

Una sociedad amedrentada es más fácil de dominar desde las esferas del poder.

Ya desde los tiempos de las tragedias clásicas de Esquilo, podemos comprobar cómo el miedo es la base de las conductas socialmente correctas, para que los gobernantes mantengan el control descontrolado y el desordenado orden de las ciudades.

Es el clímax del miedo social, que nos paraliza y permite que seamos más fácilmente manipulados, cayendo en brazos del autoritarismo, ante la falta de recursos psicológicos para vivir en libertad, cuando a un país, al mundo o al universo le entra el virus del miedo, saca pecho la demagogia más chunga, sus afiladas garras populistas, lo estamos empezando a ver.