El confinamiento y el teletrabajo nos han cambiado las percepciones. Para empezar la del propio tiempo, porque uno ya no sabe muy bien si hoy es miércoles, lunes o sábado. Si decides atrincherarte frente al televisor tampoco sabes si esos señores de uniforme y medallas que salen todos los días en la pantalla ejercen de portavoces de las instituciones que representan o de un gobierno con vocación cesarista. Y si escuchas ya con atención, lo que oyes son estrofas de un relato bélico, como si en esta lucha sin cuartel contra la Covid-19 fuera a haber ganadores y vencidos. Por no hablar de las contradicciones y rectificaciones que nos empujan al borde de un abismo desconocido. Todo es muy raro, como digo, y quizá despertemos un día de esta brutal pesadilla con la conciencia resquebrajada por el peso de la realidad y el martirio de la decencia perdida.

Lo que sí percibo, en cambio, es una multiplicidad de crisis confluyendo sobre nuestras cabezas. La sanitaria ya hace días que se ha transformado también en una crisis económica y social. Y supongo que pocos dudarán a estas alturas de la crisis política que irremediablemente se cierne cuando esto pase y entremos en la cruda fase de desmenuzar la retahíla de despropósitos.

El escenario tras la batalla es impredecible para la mayoría razonada. Pero hay unos cuantos que no se han enterado de lo que sucede y siguen, tal martillo pilón, alimentando un delirio partidista que envuelven en ese desdibujado papel de la autodeterminación como si aquí no pasara 'res de res', que diría Torra con su mohíno gracejo. Mientras otros, inasequibles al desaliento, piensan sin disimulo en votos en lugar de adoptar las medidas que, por duras que sean, son las que exige ahora la caótica situación.

Es cierto que nadie estaba preparado para esto, pero quizá sea solo una simple percepción errónea de quien suscribe. Pero también lo sabremos, cuando acabe todo esto.