¡Hola! Soy un coronavirus. Me llaman Covid-19 y nací en Wuhan. Sucedió a finales del pasado año en un mercado de esta populosa ciudad China y mi nombre se asocia a palabras terribles, pero no voy a entrar en detalles sobre el porqué de mi aparición precisamente allí. No viene al caso y, a decir verdad, ni yo mismo lo sé. Baste decir que estoy aquí.

Para quienes no sepan de mi circunstancia diré que pertenezco a la familia de los virus, un clan antiquísimo cuyo origen se pierde en aquel tiempo remoto en que la luna y el sol se afanaban cada día por la supremacía del cielo ante los asombrados ojos de los hombres. Antes, mucho antes de que esta tierra se parcelara y convirtiera en heredades, cuando las cosas no tenían nombre todavía, mis antepasados ya campaban a sus anchas por peñascales y declives. No existían entonces paraísos ni profetas ni, tan siquiera, la culpa. Los dioses llegarían después.

Nuestra historia y la de la humanidad van parejas, sin embargo, es probable que a muchos de ustedes les sea desconocida nuestra saga, que alguno, incluso, no haya oído hablar de nosotros jamás. Sucede que solemos pasar desapercibidos y salvo situaciones puntuales no nos dejamos ver fuera de los laboratorios. Cuando esto sucede lo hacemos en forma de pandemia, sin parar mientes en ocupaciones, creencias, pueblos o culturas, siempre por sorpresa y con iguales consecuencias cada vez. Recuerdo, ahora, la que dieron en llamar plaga de Justiniano, se extendió por todo el mundo conocido, desde China hasta las costas de Hispania, y según cuenta el historiador Procopio de Cesarea llegaba "hasta los extremos del mundo como si tuviese miedo de que se le escapara algún rincón". Ocurrió hace siglos, durante el imperio bizantino.

Más reciente está la conocida como gripe española. Sucedió en 1918, afectó a millones de personas y aún hoy se sigue estudiando su contundencia. Zamora sobrevivía, entonces, en un contexto de miseria como consecuencia del hundimiento moral y económico del país y en septiembre de aquel mismo año, coincidiendo con unas maniobras militares, se detectaron los primeros contagios en la ciudad.

La cuarentena se estableció de inmediato en los cuarteles, sin embargo, los reclutas parecían más interesados en confraternizar con las zamoranas que en seguir las indicaciones de sus mandos de modo que la epidemia no tardó en extenderse por la población civil. A instancias del inspector general de Sanidad, y en un intento desesperado por detener su avance, se suspendieron aglomeraciones y concurrencias multitudinarias. La medida era excepcional y proporcionada. Parecía adecuada, pero no todos cumplieron.

El día 30 de septiembre, el obispo de la ciudad organizó una misa en honor de San Roque porque la epidemia, decía, era debida a "los pecados y la ingratitud". La asistencia fue tal que el propio prelado, Antonio Álvaro y Ballano, calificó la celebración como "una de las victorias más importantes que ha obtenido el catolicismo". Animado por el éxito y desoyendo las indicaciones de las autoridades civiles monseñor siguió organizando misas y novenas. Frente a la ciencia apostó por el rezo en las iglesias y, casualidad o no, Zamora registró una de las tasas de mortalidad más altas de España.

Yo acabo de llegar de Wuhan, ya digo. No viví aquel momento, pero así me lo han contado.