Ahora que dicen que parece (digo dicen y digo parece) que ya no escasean mascarillas para enfrentarnos al coronavirus, convendría empezar a buscar mascarillas para el alma. Y aquí sí que no hace falta dejar la tarea en manos de expertos, técnicos y voluntarios, sino que es algo que nos compete a todos. Además, no son necesarias ni habilidades especiales, ni experiencia, ni preparación, ni máster en nada. Basta con sensatez, raciocinio y, especialmente, buena voluntad. El problema es que estas tres virtudes, y otras cuantas parecidas, abundan menos que las caretas para el rostro, menos aun que los trajes protectores.

Al contrario que el material sanitario, que va mejorando conforme pasan los días (era difícil que emporase), las defensas para el alma no ganan terreno. Van mermando conforme transcurre el confinamiento y a medida que la avalancha de bulos, rumores, manipulaciones y falsedades se extiende por doquier. Hay auténticos especialistas en estas operaciones. Unos por interés político, otros por cuestiones económicas, algunos por motivos separatistas o supremacistas, bastantes por sadismo y muchos, muchísimos, por mala leche, porque se divierten así, haciendo daño al prójimo y a la sociedad, regodeándose en la incertidumbre y el miedo ajeno, riéndose por lo bajo, o a carcajadas, ante el pavor que van levantando sus gracietas, sus bromitas o sus siembras de intranquilidad e inseguridad. Y la mayor parte de las veces amparados en el anonimato, en ese tirar la piedra y esconder la mano al que tanta cancha están dando las redes sociales y sus usuarios más rechinados y perversos.

¿Y qué nos encontramos tras varias semanas (y lo que te rondaré, morena) de cuarentena, oscuros interrogantes de futuro y dudas sobre el día después? Pues, que crece esa mala leche tan española (a ver si la reivindica Vox como enseña patria) que hace que seamos incapaces de ponernos de acuerdo aun en circunstancias tan trágicas como las actuales. Cuando más se necesita la unión, empujar todos juntos para salir del túnel, hacemos justamente al revés. O sea, tirar cada uno por una dirección, poner trabas, pegas y zancadillas al de al lado, impedir una solución común.

Estos días, y ante tal panorama, he recordado una vieja historia infantil en la que se veía a grupos de varios países intentando subir a un árbol. Los ingleses y franceses apoyaban y empujaban al que estaba más arriba para que llegara el primero. Los españoles tiraban hacia abajo del que escalaba más deprisa para que no siguiera subiendo. También anda por ahí un poema en el que para descubrir la nacionalidad de una persona basta con oírle hablar de una nación en concreto. Si habla mal de Alemania es francés, si elogia a Inglaterra es inglés y si habla mal de España es...español. Y la historieta del árbol y estos últimos versos tienen siglos de existencia. Es decir que lo de la mala leche no es de ahora. En su divertida obra "El español y los siete pecados capitales", Fernando Díaz-Plaja asegura que el único pecado capital que jamás nos ha aportado algo positivo es la envidia. Y desgraciadamente, es el más abundante en España. En ese terreno hemos avanzado poco. Es más, yo creo que estamos peor que cuando, en 1966, se publicó el citado ensayo.

¿Es envidia lo que mueve esta pandemia de bulos, maledicencias y falsedades? Algo hay de eso, pero solo la envidia no lo explica todo. Juega también, como indiqué al principio, la mala leche, el afán por causar perjuicios, por ver al otro dolido, fastidiado, roto. Ya lo dijo el filósofo: "Uno empieza a hacerse mayor cuando disfruta más con el mal ajeno que con el bien propio". Y sí, es posible que hayamos alcanzado ya esa edad, que seamos una sociedad vieja, rancia, en la que nuestro egoísmo nos impida incluso darnos cuenta de que somos egoístas.

Recientes encuestas parecen demostrar (yo me fío lo justito) que los españoles desean que políticos e instituciones se unan, que pacten, que, en estos momentos, aparquen diferencias ideológicas y junten fuerzas e iniciativas para derrotar al Covid-19 y comenzar cuantos antes la reconstrucción de la economía, la creación de empleo, la búsqueda de un porvenir más halagüeño que el que ahora se nos presenta. Por desgracia, parece que no van por ahí los tiros. En las miles de declaraciones que escuchamos a diario a nuestros próceres no se atisban ni acercamientos, ni rastros de consenso. Y algunos aprovechan la coyuntura para sacar el hacha de sus peticiones independentistas. ¿Dónde queda la lucha por el bien común?, ¿solo en culpar al otro de todo lo malo?

Lo dicho: hacen falta mascarillas para el alma. Y cuanto antes, mejor.