Esta mañana, cuando me senté frente al ordenador, no le funcionaba el teclado. Ayer sí y hoy no. La vida. Este portátil es para mí como un hígado, como un riñón, como una glándula, en fin, que vierte sus humores -la escritura- sobre la página en blanco de mi vida. No sabía si llamar al médico o al técnico. Me cae mejor el médico, tiene más paciencia con mis neurastenias, pero no estaba seguro de que fuera capaz de arreglarlo. En esto, se me hizo la hora de la terapia y me conecté por Skype con mi psicoanalista.

-Usted no notará nada -le dije-, pero le hablo desde un ordenador seriamente enfermo.

-¿Qué le ocurre?

-Que no le funciona el teclado y he de escribir y enviar un artículo antes de la hora de la comida.

-Será un virus -dijo ella.

La mención al virus no me pareció muy oportuna porque todos los días sufro alguno de sus síntomas. El problema es que se dan de uno en uno y no resulto creíble.

-Hablando del virus -le dije-, hoy no tengo olfato.

-Usted no tiene olfato y su portátil se ha quedado mudo.

-Percibo cierta ironía en su tono -apunté.

-Su terapeuta está irónica. ¿Qué más?

-Usted está convencida -respondí- de que me busco cualquier excusa para no hablar de lo que de verdad importa.

-No es cierto -dijo-, cada uno habla de lo que importa a su manera. La suya consiste en darle vueltas a lo periférico.

-Que el portátil se estropee no es periférico, es central. Vivo, en todos los sentidos posibles, de escribir.

-Lo sé, por eso la enfermedad de su ordenador me parece terrible. Se parece a una de las suyas.

-¿Insinúa que miento?

-Insinúo que tiene usted problemas de creatividad.

Estuvimos hablando del asunto un rato hasta que sugirió que le conectara un teclado externo a mi portátil. Le pedí uno a mi hijo, lo enchufé y funcionó. Ahora tengo la impresión de haber sometido a la máquina a una especie de diálisis. No sé.