La maldita pandemia nos está dejando análisis, vivencias, lecciones y reflexiones impresionantes. Mi amigo Alberto, con 83 años a sus espaldas, residente en un pueblo de la zona oeste de Zamora y con quien me comunico, un día sí y otro también, a través del wasap y del teléfono, ha puesto el dedo en la llaga sobre un asunto que, al menos por ahora, no he escuchado a nadie. Imaginemos, dice él, que esta crisis se eterniza, que la luz al final del túnel tarda en aparecer y que las personas, confinadas en sus casas hasta vete tú a saber cuándo, tienen que seguir comiendo si no quieren que el hambre se las lleve por delante. En este supuesto caso, ¿quién tendría más dificultades para sobrevivir: las personas que residen en las ciudades o en los pueblos? ¿Los hijos de los urbanitas o los chavales que habitan en esas localidades de la España vacía? Él lo tiene claro: la supervivencia la sobrellevarían mucho mejor las personas que siguen conectadas al terruño y que saben interpretar el ritmo y los caprichos de la naturaleza.

Las reflexiones de Alberto no tienen desperdicio. Sin que él sea muy consciente de ello, le digo que conectan con las tesis de numerosos estudios e informes científicos que vienen avisando sobre los peligros que pueden suponer para la supervivencia humana desprenderse de los vínculos con la naturaleza, llegando incluso a abandonar, adulterar o esquilmar el ecosistema natural que sirve de escenario para que las personas, los grupos y las comunidades podamos desarrollar nuestros proyectos de vida. Como se sabe, este abandono nos está pasando múltiples facturas. Volviendo a las dudas y preguntas iniciales de Alberto, todos sabemos que la inmensa mayoría de las personas que han nacido en las ciudades no saben plantar o podar un árbol, ordeñar una vaca, criar un cerdo, arar una tierra, sembrar cereales, mantener una huerta y otro montón de actividades que son imprescindibles para que la comida esté cada día en los platos de nuestras mesas. ¿Quién de ustedes sabe hacer alguna o todas de esas actividades? Que levante la mano.

Cuidar, mimar y escuchar a la naturaleza es imprescindible para nuestra propia supervivencia. Por tanto, incluso desde un punto de vista egoísta, la protección de la naturaleza debería ser una de nuestras opciones más inteligentes, tanto a nivel individual como colectivo. Y por idénticas razones, debemos valorar mucho más las actividades, los trabajos y las tareas vinculados con el cuidado y la transformación de los campos, de donde extraemos los recursos imprescindibles (agua, aire, alimentos, etc.) para que todas y todos sigamos al pie del cañón, vivitos y coleando, tanto en los días del confinamiento obligatorio como en cualquiera de las circunstancias habituales de nuestra existencia. Que estas reflexiones, como tantas otras, haya que sacarlas de nuevo a la luz en estos momentos dice mucho de nosotros. Somos olvidadizos y, como sucede habitualmente, solo nos acordamos de santa Bárbara cuando truena. Cuando pase la tormenta, ¿qué será de nosotros? ¿Habremos aprendido la lección? El amigo Alberto lo tiene claro: no.