Si algo nos está enseñando el devastador escenario de enfermedad y muerte es la necesaria alteración de la escala de valores que como sociedad teníamos en los tiempos anteriores a la alerta sanitaria. Y aunque justo ahora se cumple un mes de la primera declaración del estado de alarma, la sensación es que llevamos mucho más tiempo confinados con nosotros mismos. Lo suficiente para cerciorarnos de que España tiene una sociedad civil que, una vez más, va por delante de sus representantes públicos.

Tengo la percepción de que aquí hay más preocupación por el cálculo electoral que por concentrar todos los esfuerzos en la lucha contra el coronavirus. Y eso, por no extenderme, es sencillamente repugnante.

Les confieso que esa actitud de la clase dirigente hace días que se ve venir. Pareciera que hayan echado mano de su viejo manual que, en el prólogo, ya advierte del error político que supone asumir responsabilidades, cuando lo cabal es echar siempre la culpa al contrario. Pero las cosas en este país no están para ninguna broma. Y, sin duda, no están para la chulería bolivariana de unos, ni para los evanescentes recuerdos antidemocráticos de otros, ni mucho menos para el delirio nacionalizador de unos pocos, o sea, los de siempre.

Y en medio de todo ello, el Gobierno de Pedro Sánchez propone ese gran pacto nacional para la reconstrucción de un país torturado por la pandemia y amenazado por la devastación económica y el desequilibrio social. Un pacto que, a todas luces, exige cesión e implica generosidad de todas las partes, cualidades que están a la baja en este país de sálvese quien pueda.

Intuyo que no servirá de mucho decirles a sus señorías que esa reconstrucción tiene que empezar por la propia dignidad moral, anteponiendo el interés general por encima de cualquier cuestión de índole personal o partidista. Sobre esos cimientos se podrá iniciar la desescalada del enfrentamiento y el revanchismo; sólo así, construiremos algún día el respeto ético sobre el que apuntalar el futuro incierto que nos acecha.