Era como una intensa humareda verde a ras de suelo que ocupaba todos los espacios. Durante días había estado agazapada tras los oteros y ahora subía por la avenida del Nazareno de San Frontis, río arriba, por alcanzar la ciudad y penetrarla hasta sus más recónditos pliegues. De nada habrían de valer las escarpadas peñas de Santa Marta ni las murallas que la circundan ante el vigoroso empuje, de nada cubos y barbacanas.

Entró por la puerta del Obispo. El sol estaba alto y la mañana era azul, sin embargo, nadie supo de su llegada. Sucede que las gentes permanecían encerradas a cal y canto por temor a una pandemia que amenazaba el mundo de los hombres a la vieja usanza, pero ella nada sabía de virus ni contagios. Bajó por la Rúa de los Notarios, entró en la plaza Fray Diego de Deza, hizo suyos los parterres que crecen en torno al busto del dominico y luego, sabedora de su mandato y con oficio, siguió por la Rúa de los Francos, Viriato, Ramos Carrión, Plaza Mayor, Renova, San Torcuato, avenida de Tres Cruces y las Viñas. Sólo entonces se detuvo. Cuando llegó a los arbustos que crecen bajo mi ventana.

Se cumple el vigésimo noveno día desde que se declarara el Estado de Alarma y la ciudad presenta un aspecto desolador. Calles vacías, puertas atrancadas, algún trabajador de esos que llaman servicios esenciales repartiendo cartas apresuradamente o desinfectando aceras con cara seria. Por lo demás, nada. Silencio. Soledad y ausencias. Con la implantación de la cuarentena el mundo se ha detenido y nadie sabe cuándo recuperará el ritmo, sin embargo, de repente tengo la certeza que todo volverá a estar donde siempre estuvo.

Y es que, acabo de descubrir que los almendros están floridos y esta realidad en el año del COVID-19 cobra especial importancia porque sus flores blancas son el preludio de una resurrección que por momentos pareció imposible. Ha vuelto a suceder. ¡La primavera ya está aquí! Los árboles reverdecidos y el consabido ritual de cortejos y apareamientos que presiento a mi alrededor no dejan lugar a dudas. Acaba de llegar. Como siempre. Puntual y necesaria.

Anochece. La inmensa ola azul del cielo se desangra de oriente a occidente en este inacabable atardecer del mes de abril. Siguen pasando ambulancias. Ladran perros. Lejos, se encienden luces. Huele a tierra mojada y en el aire flota como un rumor de sedas movidas apresuradamente entre jadeos y respiraciones entrecortadas. Me llegan los recuerdos, a cientos, en forma de fotogramas que desfilan con velocidad endiablada y me dejan un sabor agridulce en la garganta. Gentes que se fueron, romances, amigos, desencuentros, viejos barcos, olas, cosas. Siento vértigo. En la radio siguen hablando de un virus que no ceja de expandirse.

La tarde ya se ha ido, el día está a punto de perderse para siempre tras los montes. Un umbrío aleteo llega de la arboleda cercana hasta mi ventana y siento en mi rostro como el interminable roce de un ala que nunca acaba de pasar. Es la noche que cae. El mundo que sigue girando, ajeno a los avatares.