A medida que los días de confinamiento se van prologando y con ellos la toma de conciencia de que la pandemia no era la broma de los memes, y los memos, de los primeros días, ni una especie de gripe como algún iluminado se atrevió a decir, la sociedad, y no solo la española, que en esto el virus también nos ha globalizado, ha generado mecanismos de autoayuda, más que para soportar el encierro, que no es una situación menor en algunos casos, para levantarse el ánimo los ciudadanos, de manera que empezamos aplaudiendo a los sanitarios por la labor impagable que estaban haciendo estos días, y temo que, en efecto, no se les pagará y ya veremos si se les reconoce, para acabar aplaudiendo los profesores a los alumnos, los ciudadanos a los policías y militares y así un largo etcétera y todos con el viceversa, de tal forma que, verbigracia, los empleados de las residencias aplauden a los policías y días después estos les aplauden a ellos también.

Estos aplausos tienen mucho de gratitud, pero sobre todo de sentirnos arropados en una comunidad que está sufriendo, en nuestro caso, el azote más severo desde la guerra civil y que necesita no solo de los medios asistenciales para sanar a los enfermos, sino también de remedios para aliviar el alma, atrapada en el miedo a ser afectada por el virus cuando no en el dolor de ni siquiera haber podido despedir a los seres queridos y tampoco enterrarlos como debieran. Porque no debemos olvidar que no solo enferma el cuerpo, sino también el espíritu, así que bienvenidos sean los aplausos, las canciones convertidas casi en himnos y cualquier forma de hacer no solo más llevadera la situación, sino de reconfortarnos, animarnos y darnos esperanza en el triunfo ante tanta devastación, que era lo mismo que, con mejor o peor fortuna, hicieron Miguel Hernández y José María Pemán en los frentes de la guerra civil.

Sin embargo, no oculto un cierto temor para el día después de esta especie de orgía de afecto comunitario, de tanto sentimiento de solidaridad no siempre traducido en hechos y de tanto abrazo deseado y soñado en la soledad de la cuarentena que camino va de ser de la duración real que le da su nombre, cuando en el siglo XIV en Venecia se aplicó el aislamiento de las personas sospechosas de portar la peste bubónica.

Decía Alfredo Pérez Rubalcaba que en este país se enterraba muy bien aludiendo a que había que morirse para que se reconocieran las cosas que de bueno tenía el finado, al que en más de una ocasión se había incluso vapuleado, sobre todo en la contienda política. Y me viene a la mente esta frase porque a ver si va a resultar que enterramos tan bien lo que ha ocurrido y lo que devendrá como consecuencia. Porque cierto es que cuando la pandemia pase habrá que no regodearse en el dolor, pero tampoco olvidarnos del miedo y el sufrimiento vividos y, sobre todo, no olvidarnos de todos aquellos a los que aplaudíamos. Y si, como deseo, no enterramos bien este asunto, espero profundamente que echemos escrupulosamente las cuentas de la sociedad que queremos ser, esa que tanto nos reconfortaba en la soledad de nuestras casas.

Porque aplaudir está muy bien y, además, es gratis, pero el aplauso no genera una sanidad mejor, ni más investigadores y científicos, ni más medios técnicos ni de atención a los necesitados, ni mejores residencias, ni, por supuesto, mejores políticos. Pero es que los aplausos tampoco crean una sociedad mejor por sí mismos.

Así que deseo profundamente que una vez restablecida la normalidad que resulte de la pandemia, porque estoy seguro de que casi nada será igual, y una vez que nos hayamos felicitado por sobrevivir y abrazado a nuestros seres queridos y, por qué no, nos hayamos embriagado de la dicha que supone seguir viviendo; una vez que hayamos hecho todo eso, espero que nos convirtamos en una sociedad más exigente y generosa para que nuestros jóvenes talentos no tengan que abandonar el país, para no asumir sin rechistar que las próximas generaciones vivirán peor, para que muchos de nuestros profesionales, desde médicos a camioneros, de cajeras de supermercados al personal de residencias, que ahora nos han salvado la vida en muchos casos a costa de la suya, dejen de tener unos salarios ridículos y unas condiciones laborales lamentables, para que ante cualquier revés no siempre sean los mismos quienes engrosan las listas del paro, para que fiscalicemos en qué se invierten nuestros impuestos y a qué se da prioridad con los mismos y, por supuesto, para que seamos extremadamente exigentes con los políticos que nos representan, tanto en lo que hacen como en lo que no, en lo que dicen y en lo que callan y, sobre todo, en lo que mienten.

Porque si el día de después nos olvidamos de tanta explosión de apoyo desde nuestras ventanas y volvemos a la cortedad de mirar solo nuestra rutina diaria, la próxima tragedia que tengamos no vamos a tener ni fuerzas para aplaudir.