Tiempo habrá de dilucidar responsabilidades públicas una vez que ya veamos por el retrovisor los tremendos efectos de la pandemia. No era precisamente el pleno extraordinario del Congreso de los Diputados, convocado el miércoles con el fin de que el Gobierno recabara el preceptivo apoyo de la Cámara Baja a la prolongación del estado de alerta. Y no lo era no por falta de motivos y argumentos para que la verdad impere y conozcamos de manera exhaustiva las numerosas incógnitas que han propiciado la estadística demoledora y creciente, y que quizá pudo aliviarse con mayor anticipación y firmeza por parte del Ejecutivo. Pero, con toda sinceridad, ahora no toca avivar el fuego político y el rifirrafe partidista cuando centenares de ciudadanos se están muriendo y otros miles se juegan a diario la vida por los demás. Ya solo el hecho de que esa sesión plenaria concluyera a las dos de la madrugada del jueves representa todo un sinsentido y un ataque a la elemental lógica en lugar de agilizar el procedimiento legal y concentrar así las diezmadas fuerzas en lo que urge por encima de cualquier otra cuestión: poner los medios y recursos suficientes para salvar la vida de nuestros compatriotas.

Ya tendremos tiempo después para ver con calma el bisturí lacerante que se intuye entre Gobierno y oposición. Ya tendremos ocasión de separar el grano de la paja, la verdad de lo falso y hasta de analizar minuciosamente las capacidades profesionales e intelectuales de unos y otros para estar donde están ahora. Créanme, después de este escenario apocalíptico nada va a ser igual y la credibilidad se la tendrán que ganar a pulso cada día. O eso espero.

Pero insisto, ahora es el momento de arrimar el hombro para luchar contra un enemigo muy poderoso e inédito que atemoriza al conjunto de la población en pleno siglo XXI. Dejemos, por tanto, la demagogia y el discurso vacuo para centrar todos los esfuerzos en el desafío mundial de frenar una pandemia que ni en los peores sueños hubiéramos imaginado su terrorífico daño.

Lo anterior no es óbice para llamar la atención sobre la ejemplaridad del pueblo español, su sentido de responsabilidad y sus encomiables muestras de solidaridad. Porque de todo este inverosímil holocausto provocado por el virus extraeremos no pocas conclusiones. Desde esa generosidad inenarrable de tantos profesionales que nos cuidan a la peor de las realidades como es la incapacidad de anticipación que han mostrado muchos dirigentes. Y esto se ha revelado como una de las principales causas de la abyecta extensión del Covid-19 en España, hasta situarnos como el segundo país en número de fallecidos por detrás de Italia.

Como digo, pondremos en estado de revista todo. Revisaremos nuestros valores, las relaciones laborales, nuestra forma de relacionarnos socialmente, la credibilidad y capacidad de liderazgo de nuestros representantes, las prioridades en el gasto público (la sanidad, el cuidado de los mayores, la atención a la personas vulnerables deben ser lo primero, sin olvidar otros servicios esenciales como el derecho a la buena información)... Si después de este tsunami planetario no hay una reacción profunda a escala mundial, al duelo que supone la evidente falta de anticipación, tendremos que sumar el fracaso de la inteligencia humana. Y eso tampoco nos lo merecemos.