Desde que se declaró el estado de alarma por COVID-19, como si de una cantinela se tratara, todos los días escuchamos la importancia que tiene para todos y cada uno de nosotros eso que se llama "distancia social". Es lo que nos recomiendan. Es una medida más para evitar contagios. Reducir la frecuencia de contactos y aumentar la distancia física entre las personas es duro. ¡Se están perdiendo tantos abrazos y tantos besos! Ni al aire se pueden enviar. Ni en directo, ni en diferido. Si acaso virtuales, pero no es lo mismo. Nos quedamos con las ganas que puede que se prolonguen más tiempo del deseado.

Cuando todo esto pase tendremos que aprender a socializar de nuevo, a conectar por las vías del afecto más absoluto con familiares y amigos. Nadie nos preparó para esto. Nadie nos avisó. Nos lo soltaron de sopetón y de la noche a la mañana, no sólo sufrimos el más que necesario confinamiento; de la noche a la mañana también se han confinado en el recuerdo los besos, los abrazos, las manifestaciones de cariño. Sólo nos queda el aplauso, también en la distancia, desde el balcón de casa, como merecido tributo a todos los que de buena mañana acuden a sus puestos de trabajo para atender nuestras necesidades, nuestras urgencias, nuestro dolor, nuestra angustia, nuestra incertidumbre.

La necesaria distancia social nos limita como personas. Es tremendo tener a tu madre al lado y no darle un beso y un achuchón por temor. Es horrible que una madre no pueda besar a sus hijos, que una mujer ponga distancia con su marido, que los vecinos se saluden por WhatsApp o por la ventana y que si una amiga tarda en coger el teléfono pienses de inmediato lo peor. Esta zozobra no es buena para nuestra salud. Esta zozobra nos apaga lentamente. Aunque cada quien mantenga el tipo hay en el ambiente y en el fuero interno de cada uno mucha tristeza contenida, mucha pena solapada, mucho temor, mucho de todo y todo malo aunque sigamos pintándonos sonrisas.

El contacto cercano de antes pertenece al pasado. En el presente, ni por ensoñación, porque nos han dicho que el coronavirus se propaga principalmente por el contacto. Cuan crueles, a la vez que necesarias, son las medidas de distanciamiento. Si supiéramos que haciendo todo lo que nos recomiendan que hagamos, el virus iba a pasar de largo... Lo lamentable es que nadie tiene esa certeza. Dios podría, porque es Dios. En la fe es donde muchos creyentes estamos encontrando la certeza que nos falta. Mi amiga Mercedes Morán me enviaba hace unos días en un audio, una reflexión hermosa, profunda, cargada de sentimientos y de gratitud hacia quien realmente tenemos que estar agradecidos: Dios Nuestro Señor.

Mercedes reconoce que a lo largo de su existencia, como a lo largo de la existencia de la mayoría, "no han faltado momentos de desánimo y frustración". Hay que saber combatirlos: "Resistí, desistí, volví y me atreví. Y aquí estoy". Estamos resistiendo pero estoy segura que a lo largo de este largo paréntesis en nuestras vidas, habrá momentos para desistir, como los habrá para volver, para enderezar el ánimo, para hacer de la solidaridad un estímulo, y para atreverse a vencer está tristeza que nos empieza a embargar a tantos. Estoy pensando en los que se van sin el roce de amor de los suyos. ¡Dios, que fuerte! ¡Nos estás poniendo a prueba!

Hago mía la reflexión final de Mercedes, me lo pide el corazón: "Hoy, cuando todo anda mal quiero acercarme a ti para darte las gracias por todo, por lo grande y por lo pequeño, por lo imprescindible y lo insignificante. Gracias, Señor, porque sigues siendo en el hoy difícil que vivimos, mi escudo y baluarte". Gracias, Señor, por este nuevo día, por estar ahí, por no practicar conmigo esa distancia social que nos recomiendan.