El ciclo de evangelios dominicales que estamos leyendo en este ciclo A nos recuerda a la primera Iglesia. En efecto, quienes habían pedido el bautismo, los catecúmenos, eran instruidos a lo largo de toda la Cuaresma, junto a una serie de ritos, para ser finalmente iniciados en la fe mediante el bautismo en la noche santa de la Pascua. Tal es el proceso que todavía se sigue en la iniciación cristiana de adultos. Los tres evangelios de los tres últimos domingos de Cuaresma que nos ocupan son tres catequesis acerca de lo que supone la vida cristiana en general y el bautismo en general. Hace dos domingos contemplábamos el encuentro entre Jesús y la samaritana, un magnífico ejemplo de cómo Jesús hace aflorar la verdad de quien se pone cara a él, así como una catequesis sobre la oración y el Espíritu Santo, ambos simbolizados en ese "dame de beber" de la samaritana, amén del agua como símbolo del agua bautismal. El pasado domingo escuchábamos sobre el ciego de nacimiento y se nos presentaba la fe como luz que ilumina nuestras tinieblas y el propio bautismo como iluminación, así como las implicaciones de dar la cara por el Señor. Hoy se nos ofrece el evangelio de la resurrección de Lázaro, con el que se cierra el Libro de los signos, que es la primera parte del evangelio según san Juan. Este milagro será el último que Jesús haga antes del gran signo que se nos ha dado a los hombres que es la muerte y resurrección del propio Jesús. La fe y el bautismo como la vida nueva y eterna es la afirmación fundamental de este relato. En los momentos que estamos viviendo no podemos evitar sentirnos identificados con el reproche que tanto Marta como María le dirigen a Jesús: si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Y es que la pregunta por la presencia o la ausencia de Dios en los momentos de crisis se agudiza. Pero fijémonos en que Jesús fortalece la fe de Marta con la interpelación directa sobre si cree que él es la resurrección y la vida y responde a María volviendo a la vida a su hermano Lázaro. Dios es así. Ante nuestras dudas, él confirma y fortalece nuestra fe, al tiempo que actúa, no permanece impasible, incluso llora ante nuestros sufrimientos, igual que lloró ante la tumba de su amigo Lázaro. Incluso en nuestra incredulidad podremos seguir planteándole nuestras objeciones: Señor, ya hace cuatro días que está muerto... Y escucharemos también nosotros la palabra majestuosa del Señor: ¿No te he dicho que si crees veras la gloria de Dios? Dice san Agustín: "incluso Marta y María, hermanas de Lázaro, que habían visto a Cristo resucitar frecuentemente muertos, apenas creían que podría resucitar a su hermano". Como le escuché una vez predicar a un sacerdote, los milagros no suceden cuando lloras sino cuando oras. Escuchemos una vez más a Jesús que nos dice como a Marta: ¿No te he dicho que si crees veras la gloria de Dios?