Amanece un día cualquiera. Es ya la segunda quincena de este extraño mes de marzo. "Tras un invierno miserable, primavera detestable", que dice el refrán. Hasta abril o mayo no canta la carbonera, así que, solo un taciturno rayo de sol, se atreve a colarse por mi ventana hacia las siete y veinte de una mañana de jueves. Me doy media vuelta, lo esquivo y sigo durmiendo.

La ocho, casi las nueve y ese silencio sepulcral solo roto por una bandada de gorriones y el trino de unas cuantas golondrinas que, ajenas al confinamiento, me recuerdan lo afortunada que soy, testigo de esa libertad suya, que a mí también me da alas. Y me vienen a la cabeza los versos de Bécquer que aprendí con don Amable, quien me inculcó su amor por la poesía, en 7º de EGB. -"Volverán las oscuras golondrinas/ en tu balcón sus nidos a colgar/ y otra vez con el ala a sus cristales/ jugando llamarán...."

Las calles están desiertas. Nada nuevo para aquellos que, como yo, somos juez y parte de esta España vaciada. Sin embargo, en medio de este cuadro, que semeja un lienzo del S. XVII holandés, aparecen pintores del Renacimiento italiano, cuyas vidas se entrelazan de forma magistral con las que hoy golpea esta espeluznante pandemia.

Los más mayores del pueblo recuerdan tiempos pasados en los que, el quedarse en casa por algún mal severo, que los hubo, lo llevaban con resignación, mucha paciencia y, en el mejor de los casos; patatas, pan de centeno, el tocino del cerdo de la matanza. Con la esperanza puesta en los galenos y en Dios, que para eso es Todopoderoso y Misericordioso. Ellos son los más fuertes. Una fortaleza mental que no han aprendido en los libros. Hombres y mujeres, mujeres y hombres - tanto me da que me da lo mismo-, de Castilla la Vieja, donde resistir siempre fue, no solo una prioridad, sino, cuestión de supervivencia. Capaces de levantarse antes que el sol y echarse al campo cuando éste era asfixiante: arar, cavar, sembrar, segar con la hoz, recoger. Su amor inquebrantable a la tierra y una fe, escrita con tinta indeleble, en el cielo. La lluvia era tan impredecible entonces como ahora.

Conozco a quienes hoy siguen dejándose la piel en cada surco, continúan sus pasos con el mismo tesón e idéntica voluntad. Nos regalan campos verdes de trigo y de cebada, huertos repletos de colores, que nos alegran el alma y también, la vida -porque, desde que el mundo es mundo, comer es casi tan esencial como respirar, ¿no creen?-. Viñedos interminables para festejar el otoño, los más afamados lechazos y cochinillos para Navidad y otras muchas delicias gastronómicas de las que solemos presumir cuando compartimos con amigos mesa y mantel.

Hoy echamos de menos esas interminables sobremesas familiares, tan españolas, tan nuestras. Los cumpleaños que se nos antojan felices en los que no faltan manjares de la madre tierra o los postres de la abuela para chuparnos los dedos.

Me pregunto si estos días hemos sido capaces de reflexionar y valorar el trabajo de los agricultores y ganaderos. Los mismos a quienes este maldito virus acalló sus voces y sus reivindicaciones, más que justas y merecidas. Sin embargo, su férrea voluntad de seguir trabajando para que a nosotros no nos falten alimentos, permanece intacta. Para que ni en los hospitales, ni en las residencias de acianos, ni las pequeñas tiendas o los supermercados se vean desabastecidos.

¡Gracias por tanto! Sois dignos sucesores de quienes os han precedido. Sois imprescindibles en esta cadena de valentía y solidaridad que nos está haciendo más fuertes. Gracias porque vuestro futuro incierto hoy, está unido al de todos esos españoles que nos están demostrando que, cuando sumamos esfuerzos, somos un gran país.

Os veo pasar desde mi ventana y algo me dice que, gracias a todos, también a vosotros; más pronto que tarde, volveremos a brillar.

Cuando ayer el aliento era misterio/ y la mirada seca, sin resina/ buscaba un resplandor definitivo/ llegaste delicada y tan sencilla/ tan serena de nueva levadura/ esta mañana

Claudio Rodríguez (Zamora, 1934- Madrid, 1999)