El ultimo viaje que he hecho ha sido en el AVE. A la vuelta, aproveché para experimentar que es lo que llega a sentirse en ese coche "especial" que desde hace tiempo Renfe pone a disposición de los viajeros para que puedan viajar en silencio. En él se encuentra prohibido el uso del teléfono móvil, así como elevar el tono de las conversaciones, y la verdad es que merece la pena viajar así, porque llega a recobrarse aquella olvidada sensación de paz y sosiego que se había perdido en los viajes, y que permite, además de disfrutar del paisaje mirando por la ventanilla, leer, o escribir, o pensar, sin que el ruido llegue a saltar la barrera, fácilmente franqueable, que separa la realidad del deseo. Es como si se tratara de un encuentro entre la tecnología y la filosofía, esa cópula que a veces decimos que resulta imposible de consumar, porque, por diferentes motivos, pensamos que es incompatible, aunque ello no sea cierto. De hecho, cuando concurren ambas circunstancias llega a crearse una atmosfera que nos acerca más a ser felices o, al menos, a que tengamos la sensación que así sea.

No se podría decir lo mismo del viaje de ida, en el que ocupando un coche "normal", por llamarlo de alguna manera, me vi obligado a soportar la ininterrumpida conversación, o mejor dicho el monólogo, de una joven universitaria que contaba sus cuitas a una amiga que se encontraba sentada en un asiento detrás del suyo. Casi dos horas recibiendo de frente las euforias y contrariedades de aquella joven, en forma de palabras que, en un tono más que elevado, similar al emitido por la tele de un bar de barrio, me golpeaban los oídos con desalmada insistencia, ya que viajaba en el asiento al lado del mío. Con la cabeza girada y medio cuerpo dado la vuelta, la joven no me permitió descansar un solo instante. Viendo su retorcida postura, casi circense, llegué a desearle que cuando llegara a su destino padeciera una tortícolis que le dejara con molestias el mismo espacio de tiempo que yo había sufrido con aquel inacabable palique que no tuvo piedad para conmigo.

Así que, por esa razón, el viaje de vuelta no me cogió por sorpresa y seleccioné en el ordenador un billete del "silencio", decisión de la que no solo no me he arrepentido, sino que me sirve como referencia para poder repetir la experiencia en ocasiones futuras.

De siempre me ha gustado el silencio, ya que nunca me ha parecido que, por abstracción, me hiciera creer que llegara a representar a la nada, ni tampoco que les restara belleza o protagonismo a las cosas de mi alrededor, o al alcance de mi vista. No quiere decir que odie todos los sonidos, porque respeto aquellos que obedecen a alguna razón que ayude a perfilar determinadas situaciones. De hecho, aunque huya del ruido como el gato de una ducha, se da la circunstancia que disfruto bastante escuchando algunos de ellos.

En estos últimos días, el silencio impera en las ciudades, pero un silencio no impuesto por los gustos, ni por los deseos, sino por las circunstancias. El hecho de haberse restringido de manera apreciable el tráfico rodado, y que la poca gente que camina por las calles lo haga mayoritariamente en solitario, hace que haya desaparecido el ruido: ese sonido ambiente que siempre ha imperado en las ciudades al que estamos acostumbrados. De hecho, cuando ahora te asomas por la ventana, para respirar un aire menos viciado, al principio llega a asaltarte una extraña sensación, ya que el sonido parece el negativo de hace unos días, porque se trata de un sonido de un silencio no elegido, y, mucho menos deseado por nadie.

De manera que, ante la experiencia de vivir esta nueva situación, impuesta por las desgraciadas circunstancias a las que nos ha llevado ese dichoso virus, no he podido por menos de acordarme de un fraile amigo mío que hace años intentó hacerme entender el mecanismo que permite descifrar lo que nos quiere contar el silencio. Me decía, además de otras muchas cosas, que había oído que los ríos mas profundos suelen ser los más silenciosos y también que estaba convencido que el silencio era la principal arma de los que detentan el poder. Se empeñó mucho en explicármelo, poniendo toda su voluntad en ello, pero el caso es que, aunque entonces yo pusiera cierto interés, el hecho es que no llegué a entenderle del todo, quizás porque estaba convencido que la verdad no tenía principio ni fin, y menos aún la de aquel hombre que, por su circunstancia de hombre aislado de la sociedad, era dado a pensar demasiado. Es ahora, con el paso del tiempo, y ante unas circunstancias diferentes a las de entonces cuando he empezado a comprenderle, a ver como el silencio no es una mala respuesta a algunas preguntas que podemos hacernos, especialmente a aquellas que no tienen respuesta. Y es que él vivía en un convento, aislado del ruido mundano, y nosotros, en este momento no nos separamos mucho de ello.