"Admitir un ingreso en la Unidad de Cuidados Intensivos puede implicar denegárselo a alguien que puede beneficiarse más, de forma que hay que evitar el criterio de primero en llegar, primero en ingresar". Así reza literalmente un documento elaborado por el grupo de Trabajo de Bioética de la Sociedad Española de Medicina Intensiva, Crítica y Unidades Coronarias (Semicyuc) y consensuado con la Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI). Se trata de unificar la gestión de los recursos en la lucha contra ese virus con forma de corona que nació en Wuhan.

En un contexto sanitario como el actual, con recursos limitados y a punto del colapso, estas dos sociedades médicas han determinado unas pautas éticas para que internistas e intensivistas sepan a qué atenerse cuando, en el ejercicio de sus funciones, se vean obligados a tomar decisiones que impliquen cierta angustia personal.

La primera de las recomendaciones es que ante patologías críticas diferentes a las provocadas por el Covid- 19 el ingreso en la UCI debe hacerse en base a priorizar a quien más se beneficie. Es, sin duda, una decisión difícil de tomar siempre, pero en esta situación tal vez más porque con ella ciertos colectivos quedan inevitablemente condenados, el de los mayores, por ejemplo, o el de los que presentan situaciones de fracaso multiorgánico o fragilidad avanzada por citar algunos.

Puedo imaginar el dilema moral que plantea la elección, pero el documento es diáfano, tan claro que incluso hace hincapié en estudiar especialmente el ingreso de personas con "expectativas de vida de menos de dos años". En resumen, de lo que se trata es de valorar una serie de factores que no tienen nada que ver con los estrictamente terapéuticos, algunos concretos como la edad o el número de personas a su cargo y otros tan abstractos como el valor social del paciente, pero, en cualquier caso, con el fin de que los profesionales sepan a quién ingresar en la UCI y a quién no cuando tengan que elegir. Son medidas extremadamente duras, pero con los hospitales convertidos en trincheras están justificadas.

Son las diez de la noche. Estoy en el salón. Desde la tele el presidente de la nación llama, una vez más, a la responsabilidad de los ciudadanos. Lo peor está por llegar, pero juntos venceremos, oigo que dice con voz firme. Habla de cifras, de picos, de curvas, de contagios. La verdad es que mucho han cambiado las cosas desde que el pasado día 14 el Gobierno declarara el Estado de Alarma. Nos creíamos seguros dentro de nuestros formidables refugios, pero lo cierto es que un par de estornudos en algún lugar del planeta ha bastado para echarlos abajo y en un abrir y cerrar de ojos las rutinas que creíamos inamovibles han desaparecido por completo de nuestras vidas. Incluso los propios dioses han cambiado.

Sí. Los héroes de hoy ya no tienen cuerpos apolíneos ni acaparan los medios de comunicación como los de antaño. Yo me he cruzado con ellos en los hospitales, en los supermercados, en los laboratorios. Los he visto desinfectando aceras, haciendo panes, cultivando la tierra, al volante de camiones, patrullando calles, repartiendo, incluso, el correo ordinario en los buzones de mi barrio. Caminan entre nosotros en el más completo anonimato y pasan desapercibidos para la mayor parte de los mortales. No piden nada a cambio del colosal esfuerzo y, por increíble que parezca, son legión.

Me acerco a la ventana. La oscuridad es absoluta tras los cristales. Todo es incertidumbre más allá de la luz mortecina de las farolas, pero presiento muy cerca la primavera y de repente, sin saber muy bien la razón del desvarío, sueño cosechas doradas, viñedos colmados de racimos, celebraciones carnales, interminables risas infantiles y un otoño cargado de manzanas.