El evangelio del cuarto domingo de cuaresma presenta a un hombre ciego de nacimiento al que Jesús se acerca para devolverle la vista. El ciego, poco acostumbrado a la intimidad social, podría haberle rehuido por miedo al rechazo, pero quería ver, por eso permitió que un desconocido escupiera en la tierra, hiciera barro con la saliva y se lo untara en sus ojos. La grandeza del milagro está por supuesto en el hacedor, para el que nada es imposible, pero también en la actitud del ciego, un excluido de la sociedad que no ceja en el empeño de buscar una solución a su problema. El ciego quiere ver, se sabe limitado por su incapacidad y persigue la posibilidad de recuperar su carta de ciudadanía en una sociedad excluyente. No aborrece la luz porque sabe que vive sumido en la oscuridad y eso no le deja ser en plenitud.

La voluntad, la capacidad de superación y el agradecimiento que este hombre muestra a Jesús dibujan el perfil de quien pretende despojarse de sus cegueras particulares para adentrase en el mundo de la luz. En estos tiempos de extraordinaria excepción, el evangelio nos invita a mirar hacia dentro para superar obstáculos desde la confianza en Dios. Reconocer la vulnerabilidad personal y abandonar la soberbia social es condición necesaria para crecer y recuperar la dirección que permite llegar a buen puerto. Cuando pase la experiencia de reclusión en la que estamos perplejamente sumidos y podamos mirar atrás, sin duda valoraremos este tiempo de excepción como uno de esos momentos que resultaron decisivos para recuperar el sentido de los pequeños detalles, que son, a la postre, los que sostienen la esencia de la vida.

Tengo claro que a partir de abril de 2020 nada volverá a ser como antes. Ojalá que, como el ciego del camino, deseemos en este tiempo de oscuridad volver a la luz para así valorar después lo mucho y lo bueno que existe en nuestra mágica rutina. Tiempo tenemos para pensar que en lo más minúsculo habita la grandeza: en el café con el amigo, en el ascensor con el vecino, en el trabajo con los compañeros, en cualquier momento y condición siempre habrá una oportunidad para reconocer la inmensidad de la existencia. De tanto sufrimiento, como le ocurrió al ciego del camino, saldremos reforzados, abriendo los ojos a lo alto y postrándonos ante la inmensidad de un Dios que se acerca, que cura, que mantiene su confianza en el ser humano, que se entrega, que disculpa y que regala cada minuto de la existencia para disfrutarlo como el mejor de los tesoros.