El mundo en el que vivimos es el más seguro que haya conocido nunca el hombre y sin embargo sigue lleno de riesgos a cada paso que damos, a cada segundo que pasa. Todos provienen de -y tienen como consecuencia- la indefectible temporalidad de nuestra existencia. Un riesgo primigenio que, por el mero hecho de ser ya hemos vencido, es el propio milagro de nuestra existencia humana. La concatenación de acontecimientos que han de darse para que cada uno de nosotros seamos. Para que el espermatozoide de un hombre concreto llegue a fecundar el óvulo de una mujer determinada. Para que ambas cargas de información genética confluyan en un nuevo código resultado del producto de ambas, prácticamente igual a ellos y a la vez completamente distinto. Superada esa primera prueba, todo lo que viene después es casi superfluo y desde luego, aunque prefiramos olvidarlo -quizás para no volvernos aún más locos- cuenta con un grado de probabilidad infinitamente mayor.

Nos hemos acostumbrado a caminar por la vida como si de una ancha y recta avenida se tratara. El avance científico y tecnológico, el control de las fuerzas de la naturaleza, la puesta a salvo y el dominio de las otras especies animales, el aprovechamiento de los recursos, tanto los naturales como los que son fruto de nuestra creación, han hecho que nos sintamos seguros y a salvo excepto de circunstancias aisladas, fatídicas. Nos hemos hecho a medir estadísticamente los riesgos en "casos por millón" y a que los males letales les afecten a otros, en otras latitudes, con otras ocupaciones, de otras edades...

"Aunque los océanos nos separen, nos une la misma luna" rotula Inditex los envíos de ayuda sanitaria para luchar contra el Coronavirus. Aunque los océanos, o un tabique o una ideología, nos separen, nos une la misma luna, el mismo principio y el mismo fin.

De vez en cuando el inestable equilibrio de la vida se rompe y su estruendo nos recuerda, a veces a uno de nosotros, a veces a todos nosotros, que no somos dioses. "Ecce homo", he aquí el hombre. Entonces nos asustamos, el duro suelo se torna en fango de arenas movedizas, los dinteles en refugio, las miradas en sospecha, las sonrisas en bálsamo lejano que no cura las heridas. Y entonces, solo entonces, comprendemos que no somos el sheriff que, revólver en cartuchera, brazos en jarras, camina seguro y arrogante por el centro de la avenida, sino el funambulista inexperto que se tambalea en el alambre a cada paso dudando de si la red que se extiende bajo sus pies resistirá o cederá.

Momentos de cuidarse. De ser conscientes de que la libertad individual implica responsabilidad para con los demás. Mi homenaje para quienes desde cada ocupación están luchando y arriesgándose por los demás, vaya en los versos con los que Agustín García Calvo sella su poema "El mundo que yo no viva": "Ese mundo no es el mío: /es el tuyo: el que en tus pupilas/ hundido está desde siempre/y no lo alcanza mi vista./A ese mundo quisiera entrar,/antes que suene la hora/ -ay- de mi vida". ¡Gracias!

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