Europa lleva unos días asentando la realidad. Una vez caído el velo digital, de la primacía tecnológica, las relaciones en red y la vida en pantalla, la realidad sigue siendo orgánica, banal; con ello, las soluciones a los problemas reales no pueden provenir de trucos comunicativos, discursos políticos y recogidas de firmas. La verdad era en nuestra Grecia matriz alétheia, el desvelamiento del ser, la caída del velo que cubre la realidad. Y las caídas o rupturas de los velos son trágicos en nuestra raíz judeocristiana, no es un paso que en una sociedad apática suceda de forma sutil. Ya en el 2007 se tardó un año en asumirlo. El shock es, por ello, comprensible en una generación digital.

Pero resulta que en la realidad los cuerpos siguen sometiendo a toda la creación y abstracción posterior. La realidad es escatológica (en sus dos acepciones), depende de la agricultura, la ganadería, la higiene, y, ante todo, la gestión de la libertad. Porque, al construir nuestro acuerdo social como control de la realidad, el límite de la libertad es lo primero que tratamos los seres humanos desde que podemos ser considerados así. Este el sentido último de la política. El péndulo que abre o cierra la holgura de la libertad individual que una sociedad particular está de acuerdo o no en cederse, y la forma en la que se decide esta cesión.

A partir de aquí, cada una de las parcelas donde se abre o cierra esta cesión no deben decidirse in perpetuum, sino con flexibilidad y capacidad de adaptación a las necesidades líquidas de cada momento. Debe poder cerrarse cuando existan requisitos de seguridad - terrorismo, crisis económicas, epidemias-, pero también, y principalmente, debe volver a abrirse todo lo que los contextos permitan, lo antes posible. Porque, volviendo al ser humano como animal, la libertad individual, de acción, pensamiento y conciencia, es su propiedad última, es la estructura que soporta todo lo que es y puede llegar a ser. Por ello, de forma general, su restricción debe ser la decisión más limitada posible que se tome en un seno político; cualquier otra opción más restrictiva sin limitación temporal y una justificación compartida por toda la sociedad - no por el cincuenta más uno; occidente ha conocido de las formas más crueles imaginables la importancia de que la mayoría gobierne siempre con la perspectiva de las minorías-, no hace sino deshumanizar.

Habiendo aprendido esto con dureza en un choque contra los totalitarismos no humanistas, los grandes avances políticos que se han conseguido a lo largo del siglo XX han alcanzado sus mejores resultados cuando han avanzado en esta dirección: aumentar lo máximo posible los márgenes de libertad que nuestras sociedades pueden permitirse. Y, por diversos motivos, ha acabado comprendiendo que cuanto más territorio engloba esta nueva holgura, más libertad pueden obtener las personas que allí habitan.

En el fondo de estos experimentos está la Unión Europea, el proyecto de ampliación de libertades y contención de totalitarismos más exitoso de la Historia contemporánea. Pero de su virtud nace su principal defecto, su baja capacidad coercitiva - ya que únicamente cuenta con el poder que sus partes han cedido, nunca otorgado- y, en cualquier caso, para limitar libertades.

Los Estados miembro de la Unión Europea están en una situación de emergencia que no recuerdan haber pasado, por suerte y buen hacer, desde hace varias décadas. Esta situación requiere medidas de limitación de libertades y coerción para asegurar su cumplimiento, medidas extremas para una democracia liberal. Requiere cerrar fronteras, asegurar las vías y carreteras, controlar y limitar al detalle la vida diaria de los ciudadanos y empresas, y enviar todos los recursos posibles al ámbito que los Estados pelean para que sea gobernado bajo la subsidiariedad más férrea, la Sanidad. En cómputos globales, la dirección opuesta a cualquier avance europeísta.

Ello no le quita sentido a la Unión Europea, ni pone en cuestión las medidas nacionales, pero ayuda a entender por qué la primera ha estado ausente estas últimas semanas, y por qué los Estados tampoco han esperado que las soluciones surgieran en su seno. Podría haber ayudado a coordinar - y, según varios gobiernos, no ha sido así-, pero su objetivo real, en estas situaciones, es otro, es propositivo. Es asegurar que la vuelta a la normalidad, sea como sea, y cuando sea, se produzca de la forma más estable y segura posible. Que el restablecimiento de las libertades individuales vuelva a ser, al menos, tan amplio como hasta hace una semana.

Esto solo es posible si los primeros que recuperan su capacidad son las empresas y los trabajadores que de ellas dependen. La Unión Europea debe demostrar que su gran papel está ligado a sus economías. Igual que su trabajo no es, ni se espera que sea, el de controlar la expansión del virus, sí lo es asegurar que el impacto económico que todavía no se ha alcanzado a comprender termine siendo lo más limitado posible. Sin entrar en detalle, toda su estructura institucional permite activar medidas como las que está poco a poco anunciando. Nuestros mercados necesitan el renovado Whatever it takes del BCE. Porque los europeos saben, no solo confían, sino que están seguros, de que estas medidas se pondrán en marcha. Impulsar la liquidez para empresas, autónomos y organizaciones, activar fondos de ayuda para los más necesitados, poner en marcha medidas de estímulo para el empleo.

Trabajo, bienestar, vivienda, ocio. Todos ellos, esquejes de nuestra libertad individual.

La Unión Europea tiene su sentido de ser, su lugar y forma en la que actuar. No se espera que haga lo que no puede, ni que se interponga en procesos para los que no se ha diseñado y que se alejan de su esencia, pero sí que cumpla su rol allí donde más puede aportar.