Una máxima universal es tratar a los demás tal como queremos que ellos nos traten. El Evangelio no es ajeno a esta sabiduría que nos ayuda a hacer más rica y fluida la convivencia humana. El Evangelio de este domingo da un paso más y desborda la lógica del ser humano. Nos parece utópico lo que dice Jesús: "amar al enemigo, hacer el bien a quien te odia, bendecir al que te maldice, orar por el que te injuria". ¿Quién es capaz de hacer esto, de dar una respuesta irrazonable al sentido lógico de la realidad? Nada hay más revolucionario en el evangelio que el amor a los enemigos.

Lo que se nos pide es que no hagamos el mal a quien nos lo hizo, y si llegara la ocasión que podamos hacerle un bien, se lo hagamos. Se nos invita a no responder con la misma moneda, a cambiar las estrategias en las relaciones interpersonales. El creyente en Jesús no puede hacer de la venganza, parte del equipaje de su vida; su respuesta a las acciones de otros, aunque sean dolorosas, han de tejerse desde la bendición, desde el amor, desde la oración, al igual que el Maestro, si no ¿qué mérito tenéis?

La fuerza del mensaje de Jesús radica en que la Palabra se hizo carne en su propia vida. Jesús se dejó abofetear, quedó desnudo, cargó la cruz hasta el calvario y rogó por sus verdugos antes de entregar el último aliento.

Hoy nos podemos preguntar: ¿por qué el Señor nos pide reaccionar ante el mal no con la cólera o la ira, sino con una caridad extrema, incluso con los enemigos? ¿Por qué nos pide una perfección tan alta que parece inalcanzable: «sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto»?

En primer lugar, si nos pide aspirar a esa perfección es porque es posible, porque al menos podemos acercarnos cada día más a ella, con su ayuda y con nuestro empeño. En segundo lugar, si nos pide dominar nuestra cólera, refrenar la ira, no reaccionar devolviendo el mal con mal, purificar el corazón de toda amargura, resentimiento y odio mediante el perdón, es porque es esencial para nuestra propia paz interior y felicidad.

El odio y la venganza incapacitan para amar y para ser amado. ¡Y es esencial al ser humano amar, ser amado, para ser feliz! Por tanto, si el Señor pide una exigencia tan alta, es porque ése es el camino que conduce a tu propia felicidad: es necesario expulsar de tu corazón toda raíz de odio, de resentimiento, de amargura, para poder amar más, para amar hasta el extremo, para amar como Dios mismo.