Al precipitarse las elecciones catalanas, gallegas y vascas, a los doctos analistas les ha faltado tiempo para blasfemar contra la sobredosis de urnas. Exigen contención a los convocantes al voto, los más dotados numéricamente detallan el coste de este derroche, como si la Administración saliera gratis el resto de días. Los lectores esperamos que este odio a la agenda electoral conlleve de inmediato el salto desde el artículo indignado a algún otro asunto urgente, que los artificiosos comicios pretenden encubrir. Cuál no será nuestra sorpresa al comprobar que los exorcistas del voto nos endosan a continuación dos folios sobre el ritual saturado de las urnas. Obligan a plantearse racionalmente de qué escribirían si Torra, Feijóo y Urkullu no apretaran con tanta frivolidad el botón nuclear.

Se alegará que la denuncia del diluvio de elecciones para seguir escribiendo de elecciones es un vicio antiguo. Sin embargo, la suspicacia que era obligatoria en otros tiempos para los periodistas no pasará por alto la extraña coincidencia de que la denuncia de las urnas, en teoría por su profusión, se intensifique ahora que vuelven a ganar las izquierdas. O peor todavía, los nacionalistas. Este sesgo concede al menos un sustrato racional a los enemigos del apretado calendario de comicios. Las urnas son recomendables si garantizan el vencedor adecuado, pero impertinentes en caso contrario.

Antes de que ustedes caigan en la cuenta de que hemos recurrido al viejo truco de criticar a quienes critican las elecciones para seguir hablando de elecciones, resolveremos el enigma fundamental. ¿Por qué aflora de repente esta animadversión solapada a las urnas? Muy sencillo, un movimiento subterráneo mundial apuesta por una reducción sustancial de las consultas a la ciudadanía. Todo contra el pueblo pero sin el pueblo, y no conviene ser el último en apuntarse a la moda.