A punto de finalizar el primer milenio de la era cristiana la actividad es febril tras los muros del monasterio.

Sucede que el abad Arancisclo se comprometió a terminar el beato y la poderosa maquinaria se ha puesto en marcha de inmediato. Se trata del cenobio de San Salvador de Tábara, un emporio económico situado en la Frontera Media, esa "tierra de nadie" surcada por los ríos Duero, Esla, Órbigo y Carrión y convertida en frontera entre los reinos astures y el califato cordobés. Emeterius lleva días sin salir del scriptorium. Está agotado.

"¡Me estalla la cabeza...! Tengo los ojos hinchados. Los músculos del cuello, rígidos y me duele el pecho al respirar. La garganta está tan seca que no puedo tragar saliva y después de horas arqueada frente al pergamino la espalda se resiste a recuperar su posición natural...

Trato de acabarlo, pero los dedos yo no sujetan el cálamo con la precisión de antaño. No alcanzo a ver qué está sucediendo, pero de un tiempo es como si los órganos de mi cuerpo hubiesen adquirido vida propia y se hubieran independizado definitivamente del cerebro. A veces pienso si no estaré siendo víctima de algún conjuro o purgando, tal vez, la vanidad de los años mozos. No sé. Es todo muy extraño... Intento acabar el manto de María Magdalena pero por más que lo intento no puedo, ya digo. Llevo años iluminando pergam,inos y ahora resulta que no sé mezclar colores. ¡Ni coger un compás puedo! Definitivamente, la Crucifixión me ha vencido. Quizás ha llegado la hora de dejar el pupitre a un monje joven que aporte la energía que me falta y pueda concluir el beato. Hágase, en cualquier caso, la voluntad de Nuestro Señor...

Tenía razón Magius. "En la búsqueda definitiva del pensamiento el oficio de copista viene a ser como el de cantero", me dijo una tarde en el huerto el maestro de pintores. Ahora lo entiendo. Ambos exigen destreza, pero no menor esfuerzo físico, de modo que en el proceso de creación tan importante es una exigencia como la otra. Y eso es lo que sucede, que las fuerzas me han abandonado. Estoy desfallecido. Necesito descansar y olvidarme un tiempo de tintas y pergaminos...

Cuentan que en cierta ocasión un muchacho encontró a un hombre dando martillazos a un enorme bloque de mármol a la vera del camino; lo hacía con tanta entrega y determinación que se olvidaba por completo de cuanto le rodeaba, de sí mismo, incluso, hasta el punto de prescindir durante horas del necesario alimento y del obligado descanso. Cuando meses después volvió no halló ni rastro de la piedra, en su lugar se alzaba poderoso y deslumbrante un soberbio caballo blanco. El joven no daba crédito. ¿Cómo podía saber, se preguntaba maravillado, que en su interior dormía tan fantástico animal? Por más vueltas que le daba no encontraba explicación, sin embargo, dicen quienes esto cuentan que no había nada mágico en la sorprendente transformación. Sucedía que aquel hombre vio lo que otros no vieron y se había limitado a quitar lo que sobraba a la piedra con certeros golpes de maza que no cesaron hasta dejar al animal libre de cualquier carga... Así, el copista. Su obra es resultado de la lucidez pero nunca la verá acabada sin paciencia, disciplina y perseverancia...

Es la hora de vísperas. Sennior y Ende acaban de bajar al refectorio. Sigo frente al bastidor, pero no sabría decir por qué razón me viene ahora a la cabeza el cuento.