De Santa Bárbara cuando truena. Del campo nos acordamos cuando ruge el sonido de los tractores en nuestras avenidas. Entonces buscamos, incluso donde no los hay, los grandes agravios que sufren nuestros agricultores y ganaderos. Se nos llena la boca hablando de la diferencia entre el precio a los que venden sus productos en origen y el precio al que los compramos en la tienda de la esquina o el supermercado de cadena.

Nos llevamos las manos a la cabeza como si no en todos los sectores productivos el tránsito de origen a destino generara un gran diferencial. Ése que configura la "cadena de valor" por la cual los diferentes eslabones van incorporando su "valor añadido". La selección, la limpieza, la preparación, el empaquetado, el transporte, la publicidad y todo el "marketing", "merchandising" o mercadeo, llámenlo como quieran. El coste del almacenaje, las mermas durante el proceso, la caducidad. Todo ello son costes que han de incorporarse a los iniciales de producción propiamente dichos. Muy concretos, nada abstractos, que permiten que el producto inicial sea vendido y por lo tanto tenga un valor económico.

A esos costes aún quedan otros por incorporar, que no aportan valor al producto sino que de él lo extraen, los costes fiscales en cada uno de esos pasos del primero al último, en ocasiones impuestos que recaen sobre el importe de otros impuestos previos. Así pues, en contra de lo que la demagogia triunfante proclama, no existe un vacío desde la tierra hasta el consumidor en el cual un intermediario se forra. Lo lamento por quienes basan su éxito en el señalamiento de un enemigo fácil, simple, sobre el que las masas puedan poner la diana como el revolucionario busca.

Dicho lo cual vamos por muy mal camino si no recordamos que, en provincias como la nuestra, se debe prácticamente todo, incluida la propia supervivencia, al sector primario. A la agricultura y la ganadería. Y ya que como liberal prefiero hablar de los individuos concretos y no de las informes generalidades, se lo debemos a cada uno de nuestros ganaderos y agricultores. Por esta razón no solo debemos tolerar que en ciertos actos de reivindicación se generen molestias, sino que haríamos bien en apoyar un mejor trato de las administraciones al hecho diferencial que conlleva el "ser rurales". No quiere decir apoyar privilegios, pero sí políticas que permitan equilibrar las cargas negativas que el campo soporta.

Los gobiernos, en todos y cada uno de los niveles administrativos, deben virar su acción en favor del campo, de los pueblos y de quienes en ellos viven y trabajan. Los que deben favorecer los servicios aunque en tiempo presente garantizarlos resulte antieconómico. Los que promuevan la competitividad, la formación, la implantación de nuevos cultivos y, en definitiva, la dignificación del trabajo y la vida en el mundo rural. Pero también cada uno de nosotros, cuando por unos céntimos de diferencia compramos leche de marca blanca o miel de multinacional, teniendo en el estante de al lado las que aquí producen nuestros convecinos.

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