Hace unos días, en una mesa redonda organizada por este mismo periódico sobre el tema de la despoblación que aqueja a nuestra provincia, escuché a varios periodistas hablar de la importancia de comunicar de forma positiva lo que significa vivir en los pueblos de estas tierras del interior peninsular, donde, aunque estemos en el siglo XXI de la globalización y las novísimas tecnologías, ciertamente no resulta fácil.

La vida en el medio rural puede llegar a ser muy dura sin una buena sanidad cerca, sin escuelas, sin tiendas para comprar, sin buena conexión a Internet... Todos aquellos servicios que consideramos básicos. Pero también lo es en las grandes ciudades de este mismo siglo de la precariedad y los horarios infinitos, de los grandes trayectos en metro o autobús, de los alquileres impagables y un consumo energético inasumible. La hegemonía económica y cultural determina nuestra forma de estar en el mundo, también los sueños y modelos de vida que cada cual nos hemos ido construyendo, y en los que los medios de comunicación resultan decisivos, instalados como están en nuestra vida más íntima.

Viene esto a cuento del curioso reportaje que lograba alcanzar la portada de El País Semanal del sábado último, firmado por Pablo de Llano, donde narra la historia de un joven pastor en tierras de Sanabria. Las bellas imágenes que acompañan a un texto escrito con sensibilidad y maestría, ayudan y mucho a crear una imagen diferente, inusual sin duda, del joven "vaquero del siglo XXI" como el autor lo describe, rodeado de sus mastines en un paisaje donde el lobo no se ve, pero se siente.

Y en efecto, ese podría ser el imaginario que corresponde a este pastor de Cerdillo, el pueblo donde vive y trabaja Fernando Rodríguez Tábara, convertido en "héroe local" que con sus 21 años ya es un hombre que se enfrenta como debe a los peligros que acechan a su ganado, tal como siempre lo hicieron hombres y mujeres de esas mismas tierras: sirviéndose de la ayuda de sus perros.

La épica que describe el periodista al narrar la existencia del joven y sus padres en la soledad invernal de los montes sanabreses, se parece a la de aquellos colonos del oeste americano, que llenaban las tardes de los sábados en la recién estrenada TV de nuestra niñez; hombres enfrentados a una naturaleza real, aún no domesticada, que ofrecía lugares inexplorados, donde iniciar una nueva vida lejos de la vieja Europa de donde procedían.

Ese tiempo ha pasado, sin duda, pero la Zamora rural podría ser hoy un "oeste" a recolonizar, un territorio donde vivir y trabajar de otro modo. El destino tal vez feliz para aquellos que no se resignan a vivir en urbes ruidosas, caras y altamente contaminadas: insostenibles. Son muchos los que buscan hoy el contacto con la tierra, disfrutan de la cercanía de los árboles, y son capaces de construirse un modo de vida saludable ¿alternativo? sin que ello signifique aniquilar todo cuanto se mueve alrededor en la fauna salvaje.

Ese modelo que ya ensayaron generaciones anteriores a nuestros abuelos no es nuevo, pero a fuerza de separarnos de la naturaleza y destruir sus vínculos, cimentados en el conocimiento y la resistencia en un medio duro pero generoso a un tiempo, terminará por convertirse en un exótico ideal para jóvenes que, como nuestro pastor sanabrés, buscan la supervivencia de otro modo, criando vacas, trabajando la tierra o creando aplicaciones informáticas... En todo caso con la naturaleza y no en su contra.

Deberíamos ayudar a que fuera ese un camino a seguir, un camino ejemplar que los medios de comunicación mostraran cada vez más a menudo y que el Estado contribuyera a estructurar debidamente. Así lograríamos taponar el agujero negro de la España vacía por donde se va escapando un legado valioso que pronto necesitaremos más que nunca. La vida rural es más digna de lo que nos han hecho creer, y no solo puede ser deseable, sino una tabla de salvación en un mundo que se presagia hostil.