Por si el título de mi redacción desanima a seguir leyendo, no tengo inconveniente de explicar a dónde va el asunto. Antes de nada quiero decir que el título deriva de otro que reza: "Meditación del marco", del gran filósofo Ortega y Gasset, cuya enorme cultura le daba tanto para escribir profundos tratados de pensamiento como pequeños relatos (Notas, decía él). De ese conjunto de pequeños textos variados procede su famosa "Meditación del marco", una deliciosa redacción sobre un objeto que cobija, protege y destaca a otro, de por sí más importante: el cuadro. Escribir con ingenio sobre cuatro listones, más o menos decorados, que suelen enmarcar las obras del arte de la pintura no tiene poco mérito. Y el gran filósofo lo borda. Léanlo y verán ese cosido primoroso sobre un menestral del arte, pero al mismo tiempo orla y remate, protección y límite, algo que el cuadro necesita: espacio delimitado lleno de vacío que no tendrá sentido sin el cuadro. Ortega se adelanta así a las vanguardias que a principios del siglo XX (cuando el publica dicho texto) estaban haciendo juegos atrevidos con el arte abstracto que empezaba, y estilos rompedores entonces como el cubismo, y otros "ismos" que sobra nombrar. Nuestro ilustre filósofo se detenía en una minucia, generalmente accesoria, para darle categoría de objeto de atención en parecida medida que pueda merecerlo la obra artística que delimita, destaca y sostiene: el lienzo pintado.

Si tuviera que escribir una meditación sobre algo popularmente prescindible y secundario lo haría sobre el forro de un libro. Con solo cambiar la palabra marco por forro (calcando a Ortega) para destacar la función abrigadora, cálida del mismo, y le valdrían algunas alabanzas del filósofo a ese servicio callado del papel.

El forro de los libros hoy, es un servicio sin demanda, una lengua muerta, un especialista en paro, una manta de lana en el reino del acrílico.

Amo los libros como ellos a mí. Todo me lo dieron, y cuando tenía pocos años y más ignorancia, mis padres me entregaron en adopción a esos benefactores que ahora cuido a mi manera: forro los que me prestan, encuaderno los descosidos, protejo a los que uso, privándoles del bolígrafo, aireo las hojas de los que llevan tragando el polvo de los días conmigo.

A mediados del siglo pasado reinaba en las escuelas la famosa enciclopedia "Álvarez", el "todo-en-uno" del saber escolar, por escasez y ahorro, léase por miseria, pero fue desterrada en mi pueblo por los Hermanos Maristas, introduciendo un libro por cada materia. Gasto multiplicado también. Fue por ello que en nuestra casa mi madre los forraba a fin de que durasen para mí y mis hermanos. No olvidaré aquellas manos que cubrían la cubierta de los libros con parecido esmero que ella ponía abrochándome el abrigo. A mayores mi padre me compró una cartera nueva que era como entregarme un cofre para llevar a cuestas el liviano peso del saber.

Hoy no se forran los libros. Ha crecido su número exageradamente y sobreabunda en ediciones de bolsillo, de saldo, digitales, etcétera. A peores disminuyen los lectores, aunque en menor número las lectoras: a los clubes de lectura me remito, donde ellas nos ganan por goleada.

No le pongo forro a todos mis libros, naturalmente. Ahora estoy con "Guerra y Paz", de León Tolstói, y le daré forro porque es largo (mil ochocientas páginas) y me va a llevar por el largo invierno ruso que derrotó a Napoleón y a Hitler, que probablemente no leyó la novela y no meditó sobre el marco histórico de Rusia.