Quizá diciembre sea un mal mes para leer a Ricardo Reis. Hago balance del año y me cruzo por azar un verso tan demoledor como melancólico del heterónimo de Bernardo Soares: "Recuerdo mi infancia, estaban todos, nadie faltaba". Miramos hacia atrás, hacia la patria de nuestra infancia, hacia aquellas banderas en forma de camiseta que agitábamos jugando en la calle y vemos que el pasado cada vez es más grande y lejano, porque se nos va llenando de sombras y de vacíos. Vamos dejando arrinconadas tantas cosas en la memoria: las voces que poblaron nuestra niñez, los olores de aquellos inviernos, el tacto suave de nuestras abuelas... Este próximo enero hará dos años que murió mí tío Manolo, uno de esos tíos envuelto en el misterio; brillante emigrado sanabrés y nunca retornado, unas de esas historias de las que están llenas las memorias familiares. Este año que ya termina se llevó por delante en mayo a mi tío Jesús, ese buen tío del que se alimentan nuestras infancias. El tío que jugaba, el que reía, el que nos llevaba siempre a todos a todos los sitios. Al que yo veía leer los periódicos. Pocas semanas después, al final de la primavera, le tocó el turno a mi tío Sindo, de San Juan de la Cuesta, un hombre trabajador al acompañábamos Tono y yo de niños en Prada, provincia de Orense, mientras él nos hacía sentir importantes y mayores compartiendo un vaso de casera tintada lejos de la mirada de nuestros padres.

Crecer es entender que el mundo que otros construyeron para ti cuando eras un niño se perderá sin remedio con el paso de los años. Nunca podrás hablar con tus abuelos de tú a tú y no estarán tus padres cuando necesites su consejo en el ocaso de tu vida. Son vidas, vivencias y recuerdos que se pierden y de las que muchas veces no queda más registro que la fría estadística oficial, pero también son vidas que se guardan en nuestra memoria mientras nosotros la conservemos, recuerdos transformados en "peatones celestes", como en el verso de Claudio, que nos acompañan durante décadas para incrustarse en lo más profundo de nuestras vidas. Sandor Marái reflexionaba también en sus memorias la presencia de los que se han ido y nos contaba que "Uno pasa muchos años sintiéndose solo entre la gente hasta que un día se encuentra con sus muertos y nota su presencia discreta pero constante." Por eso es bueno recordar con la letra escrita lo que fuimos y lo que fueron aquellos que nos hicieron ser lo que somos. Quizá sea parte de esa herencia judía que, invisible, vemos a poco que fijemos la vista en la nuestra tierra, como a veces sugiere sin decir nada "el mí maestro" Anta Lourenço.

Y, sin embargo, esa melancolía que transmite el verso de Alberto Caeiro se corrige mirando hacia adelante, me dijo hace poco Jorge Moreta, descubridor de Fernando Pessoa, reseñador en estas páginas y amigo infatigable. Hoy estamos construyendo el ayer del mañana de los que aquí se quedarán. Hoy, para nuestros hijos o para nuestros sobrinos, también para nuestros nietos "estamos todos" y este será el mundo que quizá añoren cuando sean mayores. En Castilla, en esta tierra despoblada en la que, como nos cantó nuestro poeta "ya no hay banderas, ni murallas ni torres" la vieja nobleza siempre sostuvo que, en realidad, de uno en uno, no somos dueños de nada, sólo somos depositarios. De un legado. Por eso, si has disfrutado de una buena infancia, o has tenido la suerte de tener una buena educación, tú misión es dársela a los que vienen detrás de ti. Nada de lo que tenemos es nuestro en realidad. Es sólo un legado. Un legado que algún día miraremos también nosotros desde el más allá, convertidos en peatones celestes, cazando charrelas y pastoreando sueños mientras ellas orean las nubes.

(*) Sociólogo y politólogo