La semana pasada iniciamos el tiempo de Adviento, como todo cambio en el año litúrgico es una invitación a romper con lo rutinario, con el convencionalismo de caminar por inercia. Nuestras inercias pueden ser de muchos tipos y nos llevan a una peligrosa incongruencia, pues es difícil confesar a un Dios vivo, palpitante, y sin embargo vivir con apatía el devenir de nuestra vida, personal y eclesial.

Esta inercia provoca a veces que nuestro Adviento se parezca peligrosamente a los anuncios de la "Navidad comercial", tópicos recurrentes que nos evocan cierta actitud de preparación pero que no llegan a tocar el corazón. Las escenas de muñeco de nieve, chimenea y taza de chocolate caliente pueden ser icónicamente navideñas y sin embargo no representan nada para muchas personas; de igual forma hablar de esperanza, preparación y venida del Señor pueden ser palabras vacías si no pasan por el corazón.

La esperanza es una de las notas más significativas del tiempo de Adviento, ahora bien ¿vivimos realmente con esperanza, ya no solo el adviento sino la misma vida de la Iglesia? ¿Podemos anunciar a un Salvador sin vivir esperanzados? En definitiva, ¿vivimos lo que decimos? Nuestra esperanza ha de ser transversal, creemos en un Dios que viene a salvarnos y si esperamos en Él debe reflejarse en todo cuanto hacemos.

Se trata por tanto de tener esperanza, pero a lo grande, no una esperanza tibia, desencarnada, que se queda solo en un letrero que decora la pared durante cuatro semanas al año. La esperanza que nos refresca el Adviento debe revitalizarse en nosotros, para acabar así con las excusas para la inacción y la desilusión: "siempre se ha hecho así", "no merece la pena el esfuerzo", "si para cuatro que van a participar", "si ya sabemos que no van a querer cambiar".

Estas frases nos suenan a todos, y apáticamente las vamos acogiendo en nuestro acervo, como infiltraciones de desesperanza que oscurecen el vigor de nuestra Tradición, una tradición que, sin embargo, es viva y vivificante. De esta forma el caudal de esperanza que nace de la fe en Cristo deja de ser visible para muchos, oculto por la apatía y el conformismo.

Vivir esperanzados a lo grande para continuar la labor de quienes nos precedieron con creatividad, proponiendo alternativas, renovando nuestras estructuras y ante todo con la actitud personal de caminar con vigor siempre hacia adelante, no como un vacuo eslogan bienintencionado sino porque para Dios nada hay imposible (Lc 1,37).