Un año más, la ciudad de Zamora acogerá esta semana una misa en sufragio por las almas de Francisco Franco y de José Antonio Primo de Rivera, y un año más se convocará a los asistentes mediante una esquela que atribuye al primero todos los honores de los que se apropió mediante el golpe de estado más brutal de nuestra historia y al segundo la condición de víctima del régimen democrático contra el que promovió la violencia terrorista y la insurrección armada. El difunto obispo y el jovial párroco de San Vicente (parroquia donde se oficiaba la misa) nos recordaron hace tres años, cuando les planteamos la incompatibilidad de esta celebración con la ley de memoria, el derecho de estos (y de los demás) difuntos a que se celebren misas por su alma, derecho que sin duda es una necesidad perentoria en el caso de estas dos almas.

No podemos evitar que la llegada de esta fecha nos recuerde la conversación que en 2004 tuvimos con Teresa, la modista de Villalpando, que tristemente ya no está entre nosotros. Teresa nos contó que durante varios años, cuando llegaba el 20 de noviembre, las autoridades locales multaban a su padre, Román Cifuentes, por negarse a asistir a la misa que se celebraba en su parroquia por el alma de José Antonio. Sus razones para esta negativa eran poderosas: el 20 de noviembre de 1936, la segunda de sus hijas, Julia Cifuentes, de 28 años, fue sacada de la cárcel, asesinada y enterrada en el cementerio de Zamora; junto a ella fueron enterradas otras dos mujeres: Ramona Ortiz Juan, de 45 años natural y vecina de Bamba, viuda y con dos hijos, y Fidela García Sánchez, de 33 años, natural de Aldehuela (Salamanca) y vecina de la carretera de Roales, casada y con una hija. Junto a ellas tres fueron enterrados seis hombres, asesinados el mismo día por los correligionarios de José Antonio. Baldomera Veledo, la madre de Julia, se encontraba también detenida y tuvo que presenciar como su hija era conducida a la muerte.

Estamos acostumbrados a que se nos ridiculice por un supuesto empeño en recordar "muertos de la guerra", pero esto no tiene nada que ver con "la guerra". Estos hechos ocurrían a doscientos kilómetros del frente más cercano, y los militares golpistas que ordenaron estos crímenes no esperaban tener por delante el largo conflicto armado que sabemos que tuvo lugar, sino un paseo militar que finalizaría en cuestión de semanas: esos días, el ejército de Franco pisaba la Ciudad Universitaria de Madrid y las previsiones burocráticas y festivas para la toma de la capital eran públicas y notorias. Esto no impidió que al finalizar el mes de noviembre, yacieran en el cementerio de Zamora los cadáveres de más de seiscientas personas asesinadas por los golpistas (la mayor parte de las víctimas que la represión llegaría a causar en la ciudad), y que ese mes se diera el impulso definitivo a la liquidación de docenas de detenidos en las cárceles de Toro, de Benavente y de Bermillo.

Por tanto, no estamos hablando de las consecuencias de la guerra sino de la ejecución implacable de un plan de exterminio, de limpieza ideológica para descabezar a la clase obrera y a las clases medias progresistas, la "acción en extremo violenta" para la que el general Mola venía instruyendo a sus colaboradores en toda España desde que la derecha perdió las elecciones de febrero del 36, las decenas de miles de fusilamientos que el protomártir Calvo Sotelo estimaba necesarios para conseguir "setenta años de paz social". Una maquinaria homicida sin escrúpulos de ninguna clase: de las 103 personas cuyo asesinato se registró en la ciudad en aquel noviembre, trece eran mujeres, con edades que van de los 16 años de Ángela Flechoso a los 58 de Emilia Ramos.

Y no fue una violencia incontrolada: aunque ninguno de los asesinados en noviembre había sido condenado a muerte en consejo de guerra, todas estas muertes fueron ordenadas o justificadas por la autoridad militar, dispuesta a disfrazar cualquier aberración como un servicio a Dios y a España. Crímenes como el asesinato, aquel 20 de noviembre, de una mujer que había denunciado los abusos sufridos por su hija de diez años: ni que decir tiene que el denunciado sería absuelto, ya en 1937, en un juicio al que la denunciante no compareció por razones obvias y en el que el abogado defensor era, casualmente (o no) uno de los falangistas que habían detenido a Julia Cifuentes en Villalpando. Pueden añadir a todo esto la retórica que quieran de banderas victoriosas con rosas prendidas al paso alegre de la paz, de guardias sobre los luceros y de esa memoria "sin odio y con amor" que defendía Ortega Smith hace un año, pero la verdad seguirá revelando, lisa y llanamente, crímenes contra la humanidad.

En fin, nada evitará que la misa se celebre una vez más en una de nuestras iglesias, cuyos confesionarios conservan todavía el eco de estas atrocidades que, sin duda fueron perdonadas por los sucesivos párrocos, predecesores del que hoy oficiará esta ceremonia a la que, gracias a Dios, ya no se obliga a nadie a asistir.

(*) Foro por la Memoria de Zamora