Eso es lo que parecían estas últimas semanas, y no otra cosa, cientos de veinteañeros (incluso menores) instaurando un infierno sin precedentes en el centro y en las principales arterias de Barcelona. No se le van a uno de la cabeza esas imágenes terribles y dolorosas que nos llegaban en directo durante varias noches seguidas. Se ponía como excusa la histórica sentencia judicial del Tribunal Supremo respecto del proceso catalán. Coches quemados, tiendas saqueadas, barricadas de fuego, encapuchados con motosierras, cerca de tres cientos policías heridos con adoquines y bolas de acero, algunos incluso en la UCI. Y, para colmo, no faltan cínicos que todavía pretenden dar lecciones de democracia y proporcionalidad a los agentes policiales. Por no hablar de las decenas de periodistas zarandeados, escupidos y heridos por esos comportamientos violentos con los que contradicen lo que supuestamente sostienen en su "ideología".

No puede quedar impune la conducta de los radicales, buscadores de la agresión directa, orquestada y planificada. Confiemos en que los jueces no se arruguen y empiecen a mandar citaciones que aplaquen a estos secuestradores de la libertad del resto de los catalanes. Reconozcamos que se hacía imposible pensar que las cosas pudieran acaban bien con todo el caldo que han venido cultivando los mandatarios independentistas en los últimos años. Estos jóvenes totalitarios rebosan ira por los cuatro costados, hartos de aquella campaña de "sonrisas" que no servía para nada, se saben engañados por sus líderes políticos. Y, en ese nihilismo ideológico del más puro cero patatero, se dejan envenenar por incendiarios de la calaña de Joaquim Torra que, en varias ocasiones, ha animado a la población diciendo que hay que responder a la sentencia del Tribunal Supremo. Que nos explique esta marioneta del fugitivo de Waterloo qué quiere decir también cuando llama a la gente a la "desobediencia civil".

El independentismo seguirá siendo el cuento de nunca acabar: continuará estratégicamente pidiendo reuniones y más reuniones (conscientemente estériles), para dialogar inútilmente hasta que, no se le pueda dar la razón en lo que es imposible darla, y seguir haciéndose eternamente la víctima del Estado español. El caso es diluir inaceptablemente la responsabilidad de un problema que solo tienen ellos: la desafección hacia España. Eso no significa que el gobierno central se quede de brazos cruzados esperando a que percibamos como normal que una parte de la sociedad catalana campe a sus anchas para ofrecernos imágenes más propias del hombre de las cavernas que de una sociedad avanzada, libre y tolerante.